Soy un jubilado al que la reiteración de las noticias publicadas en los medios o emitidas en televisión le obligan a expresar su solidaridad con las víctimas de abusos sexuales. Es por este motivo que quiero hacer constar que durante el curso 1962-1963, acabados de cumplir los diez años, fui víctima del hermano tutor de la clase en un colegio de Barcelona. Como a otros compañeros, este manipulador con sotana y crucifijo te llamaba para que fueras al final del aula, donde te abrazaba y te agarraba la mano entre sus piernas, hasta que finalmente desaparecía hacia el lavabo de la clase. El descalabro anímico y emotivo que todo esto puede representar en un niño es terrible, tanto como para no poder comentar lo inexplicable. Como quedarte paralizado cuando intentas explicar los hechos con palabras que no consiguen brotar de tu interior. Por eso y más cosas, las preguntas filosóficas sobre el sentido de la vida o sobre la necesidad del conocimiento propio adquieren otro significado muy distinto cuando la ansiedad, la angustia, el desasosiego o el miedo conforman parte del paisaje interno y sacuden la propia conciencia.

Ha sido gracias a los demás, a los pequeños compromisos sociales y a la creatividad en artes como la escritura, la música o la meditación, que fui descubriendo el propio ritmo interior, luces y sombras que no te impiden hacer balance y dar gracias a la vida. Ni olvidar a tantas víctimas invisibles, que siempre lo son de alguna posverdad de los adultos, tan dispuestos ideológicamente a colonizar las conciencias. Aunque nunca conseguirán colonizar la esperanza.