Autor teatral

Leo con congoja que los extremeños no esperamos al juicio final, sino que lo adelantamos a nuestra voluntad, decidiendo muy libremente cuándo quitarnos de en medio. A decir verdad, es exagerado decir tan alegremente los extremeños, pero sí que algunos de nuestros paisanos adelantan la ida definitiva, sin pedir permiso, ni buscar aprobación alguna.

Más cuerpos rotos en Cáceres que en Badajoz se llevan a la tumba el secreto de tanta desesperación y tanto deseo de no ser. La muerte es vulgar en esencia, de mal gusto para los que todavía se aferran a la vida, por eso escapamos de los terminales, sean víctimas del sida o de un cáncer galopante. Pero si encima se trata de engañar a la muerte por traición, ganándole el pulso en la caída libre de un quinto piso, o en la modorra definitiva de un atracón de pastillas, el hedor del muerto se nos hace insoportable, porque al hecho ya desagradable que todo óbito trae en sí, se nos une el desprecio ante la claudicación y la cobardía.

De eso se les tachaba, de no poner a la vida dos cojones sobre la mesa, de no saber torear las adversidades, cuando lo único que nos importa es que nos recuerden que la vida no vale tanto, y que se puede prescindir de ella en cualquier momento.

Ni en los cementerios se les quería, a menos en las parcelas que pertenecían a Dios, por obstinados y cabezones y suplantar la voluntad divina de la hora que todos tenemos asignadas. Quizá no sea tanto el cabreo de Dios y sí de sus ministros en la tierra que siempre han querido tener la pala por el mango que socava la sepultura.

Nunca me parecieron cobardes, nunca débiles, sino hombres y mujeres perdidos sin poder adivinar un poco de luz. Nunca claudicantes, nunca derrotados, porque su verdadera guerra ya la habían perdido en vida, y quemaron su última ráfaga en un vuelo libre contra el asfalto, o buscando el colchón mullido y de agua de un profundo río.

En los tiempos que nos corren los suicidas son como ejecutivos arruinados, derrotados, dignos de masacrarles la memoria por mostrar tan impúdicamente su vulnerabilidad. Hace tiempo se mataba uno por amor y desesperación y un halo de grandeza se posaba en el pecho de una mujer. Quedan lejos esos días de romanticismo. Hoy la muerte del suicida se posa en las páginas de sucesos, con el morbo detallado de las vísceras en la soledad del asfalto.