Escritor

Cuando yo era adolescente trabajaba en un bar donde siempre había un número del periódico El Caso tiznando de sangre y vísceras la formica de la barra. Y yo, que lo leía todo, no podía sustraerme a aquellas hojas repletas de fotografías y titulares fascinantes y macabros, y quedaba durante horas, durante días, con los ojos cuajados de asesinatos y violaciones descritas al menudeo.

La verdad es que de literatura andaba El Caso más bien cortito, pero para un corazón joven y anclado a la barra de un bar era como mirar cada mañana por la ranura de la puerta del infierno y cerciorarse de que la maldad cuajaba en el mundo a sus anchas.

Uno de aquellos capítulos quedó ligado a mi memoria como un pajarillo a la trampa de un furtivo. Tanto llegó a impresionarme que recorté la noticia y la metí en la carpeta azul de la correspondencia y de los viejos poemas, y ahí sigue desde entonces. Se trataba del suicidio de un muchacho de mi edad, y eso sobrecoge. Y más si se tiene en cuenta que el chaval usó un procedimiento terrible: beberse una botella de lejía. Su cuerpo amaneció destartalado y roto sobre un banco de la Sagrada Familia de Barcelona. Cuando llegó el forense sacó de los bolsillos del pantalón una nota que decía: "La muerte es una obsesión, la mía se llama Cristina". El último romántico fue el titular que eligieron los de El Caso para aquella mañana.

Yo quise muchas veces imaginar cómo un joven de diez y pocos años llegaba a ese grado de desesperación, cómo podía uno ir tejiendo en su cabeza esa celdilla de pensamientos negrísimos con los que negar cualquier acceso a la esperanza. Pero yo no estaba llamado para sentir un amor así, ni para comprender tales cosas, ni para beber lejía. Sólo para mirar y asombrarme. De vez en cuando vuelven los periódicos a traerme noticias como aquella, aunque ande ya mi capacidad de estremecimiento mermada por el uso. Sin embargo, hoy ha vuelto a ocurrir. Hoy, mientras la mayoría de las ciudades de España están de fiestas, en una esquina de la página de sucesos los periódicos hablan de la muerte de dos mendigos. Un chico y una chica que eran novios y que eran yonquis, pero que ya no eran nada ni nadie y decidieron poner fin a tanta miseria plantándose delante de la vía del tren en una noche de luna llena de agosto. Dicen que el maquinista los vio abrazados, llorando, dándose valor el uno al otro con un último beso que los condujo hasta una muerte unánime.

Cómo me gustaría pensar que en ese último abrazo la pordiosera sin esperanzas regala un susurro al oído de su amado con los versos aquellos de Leopardi: Dulce y clara es la noche y no hace viento, y quieta sobre huertos y tejados está la luna y desde lejos muestra serena las montañas, ¡oh amor mío! Seguro que él los merecía.

Vaya este artículo por ellos, aunque no pretende ser un epitafio; además, nadie escribe epitafios en las tumbas de los suicidas. Pero, si sirve de algo, les diré que mi vieja carpeta azul de la correspondencia y de los viejos poemas ha encontrado dos nuevos inquilinos.