Filólogo

A pesar de las imposiciones clericales, la católica Irlanda ha decidido que es más importante ir al pub una vez a la semana que a los oficios religiosos. Alguna rivalidad debían entrever los clérigos placentinos cuando, illo tempore, determinaron que las tabernas no debían abrirse hasta que no finalizara la misa mayor.

Mucho se ha dicho sobre la taberna como alternativa al confesionario y al diván freudiano: se bebe, se habla y se vuelve, contradictoriamente, cargado y descargado, a casa.

Más que catártica, la taberna semeja una ventana desde la que te asomas al mundo y desde la que compruebas que para vivir y, sobretodo, sobrevivir, tal vez se necesiten únicamente cuatro cosas simples y esenciales.

En la taberna --ni domicilio cerrado ni sociedad abierta--, los personajes salen del bloque de mármol esculpidos por su propio verbo: el pobrecito hablador que no para de relatar la aventura de la familia que no tiene; el acosador de hembras y animales; el mandiles que no puede olvidar a la excompañera; el político que culpa sin cesar al alcalde, el chistoso que todos rehuyen; el mirón que se excita con toda hembra que cruza tras la cristalera; el anciano que cree que ése es el asilo y ahoga el futuro en vino; la trotona con el marido, que se beneficia mentalmente a toda la clientela; el sobrado, que tiene el límite en la baba y el equilibrio en el taburete; el rústico que dejó la mancera, pero no el surco torcido, oliendo a estiércol; el salido que toca el culo a la beoda; la beoda que te llama cariño con voz de vino picado; el emigrante que cree que ésta es su casa definitiva; el superhombre que te explica la ley de la relatividad, y que se beneficia, por cojones, a la duquesa de Alba y a la aurora boreal.

Tal vez tengan razón los irlandeses: a ese santuario se acude en demanda del sacramento de la charla y la palabra, escasa, huidiza y hasta negada, descortésmente, en otros tabernáculos.