Decían las malas lenguas que cuando Tony Blair tenía que contar de una forma sencilla cuál era la "tercera vía" del socialismo lo ejemplificaba del siguiente modo: es como ir en coche y, al llegar a un cruce donde debes girar en uno u otro sentido, pones el intermitente a la izquierda, pero giras a la derecha. Algo parecido ha hecho el presidente Zapatero . En el 2004 llegó a la presidencia con una promesa de renovación del socialismo. Muy pronto, su talante contagió a la opinión pública y sus promesas no tenían límite, ya se tratara de aceptar el Estatuto que surgiera de Cataluña como de mejorar la situación socioeconómica de las clases trabajadoras y de los menos favorecidos. Pero no evaluó el legado dejado por el expresidente Aznar , especialmente, en lo referido a la burbuja inmobiliaria y financiera que se estaba desarrollando desde la segunda mitad de los 90. Así, mientras la construcción alcanzaba cotas históricas imposibles de digerir (de las 276.500 viviendas construidas en 1996 se había pasado a las 565.300 del 2004, y aun a las 632.200 del 2008, un incremento 10 veces superior al de la población), los ingresos del Estado no paraban de aumentar hasta llegar al superávit.

XERAN TIEMPOSx de vacas gordas y no se puso el suficiente coraje político para romper con un modelo de crecimiento que no mejoraba la productividad de la economía española y que se sustentaba en el ladrillo y la especulación --cuando no directamente en la corrupción--. Como en el cuento de la cigarra, no se fue previsor para el invierno. Todo lo contrario, con una cierta alegría no exenta de dosis de populismo, se optó por una política de cheques indiscriminada (400 euros por cabeza, 2.500 de ayuda para los bebes, dinero a los municipios para combatir el paro con obras a menudo innecesarias...). Y con esas llegó la crisis. Pero no, España no sufría una crisis. Las hipotecas subprime no eran cosa del país, sino de la lejana América. El sistema financiero español era un modelo a seguir hasta que llegó el crac inmobiliario. Aun así, se tardó más de un año en reconocer que la crisis también golpeaba --de manera especialmente dura-- a la economía. Pero se tardó aún un año más en tomar las oportunas medidas. Se confiaba en el milagro: como era una crisis internacional, se superaría cuando los mercados internacionales regresaran a la normalidad, algo que, sin duda, se creía que sucedería antes de las próximas elecciones legislativas, previstas para el 2012. Pero, mientras, el número de parados no cesaba de aumentar y la cobertura del paro y los créditos para salvar a las entidades financieras convertían el superávit en un déficit galopante. La credibilidad de la economía española era puesta en duda por los mercados internacionales, y la situación se hacía más difícil: España no es Grecia, se decía, pero cada vez se parece más.

Y, finalmente, el Gobierno, presionado por los socios europeos de la zona euro y por EEUU, ha reaccionado de forma precipitada. Solución: congelación de las pensiones (seis millones de personas afectadas), reducción del total de funcionarios (no reposición de las jubilaciones) y de la media del sueldo de los funcionarios en un 5% (2,66 millones de personas), paralización de las obras en infraestructuras, retirada de los cheques y de algunas de las prestaciones de la ley de dependencia, rebaja del gasto farmacéutico y alargamiento del periodo de cotización para tener derecho a una pensión contributiva, incremento del IVA...

Nadie pone en duda la delicada situación de la economía española y la gravedad de la crisis, pero sí las medidas para combatirla. En primer lugar, porque la pagarán los más débiles (jubilados y funcionarios, trabajadores de la sanidad, de la educación, de la justicia y de las fuerzas de seguridad del Estado, que suponen las dos terceras partes del total de funcionarios), mientras los grandes bancos y las empresas del Ibex 35 no dejan de anunciar unos beneficios que, en algunos casos, representan máximos históricos. En segundo lugar, porque ninguna de estas medidas contribuirá a generar empleo, que es el problema más grave al que se enfrentará la economía española en los próximos años. Por último, porque de un Gobierno socialista se esperaba más eficacia y menos frivolidad. Está claro que la alternativa pone los pelos de punta.

En definitiva, una situación límite que no invita a la esperanza y que anuncia nuevos recortes. En este caso, si el Gobierno de Zapatero quiere recuperar un mínimo de credibilidad, debe probar otras vías: combatir la economía sumergida y el fraude, racionalizar la Administración del Estado (entender de una vez que la Administración autonómica es parte del Estado y, por tanto, que se puede prescindir de ministerios que tienen sus competencias transferidas), revisar la política fiscal y gravar más los beneficios (en porcentaje, se contribuye mucho menos por beneficios que por las rentas del trabajo personal --asalariados y autónomos--) y las rentas más altas, invertir eficazmente en I+D+i, ya que solo la mejora de la competitividad puede crear nueva ocupación y sacar a la economía española del atolladero actual. Y, sobre todo, entender que no es momento de frivolidades.