Miedo me da el cotarro, tal y como se está poniendo. Estos últimos días, dado el machaconeo informativo sobre las agresiones de alumnos a profesores, que a muchos nos parece ejercer el efecto contrario al que, suponemos, se pretende (lo tuyo ha salido en crónica de sucesos, lo mío va a ser de portada, ya verás), me ha venido a la memoria una película de Chicho Ibáñez Serrador , ¿Quién puede matar a un niño? , en la que, entre terror y suspense, contaba cómo unos críos, afectados por una extraña radiación, mataban a todos los adultos de una isla. En un reportaje televisivo realizado a la salida del estreno, un actor respondía así al periodista: "La verdad es que uno sale del cine con ganas de comerse una ración de niños con patatas fritas". Así andamos, y tampoco es eso.

De seguir así, el día menos pensado, al primer alumno que se le ocurra levantar la mano, aunque sea para saludarme o para ir al retrete (término más real y hasta onomatopéyico que esa cursilada del excusado , dónde va a parar), lo pongo en manos de la justicia. Y si un padre osa venir a hablar conmigo, aunque sea para repartir el primer premio de los euromillones, me va a encontrar acompañado de mi abogado y de dos guardias de seguridad, faltaría más...

Bromas aparte, creo que esta espiral informativa tiene que empezar a serenarse. Los hechos denunciados son muy graves y habrá que aplicar la ley, o cambiarla si es preciso, para atajarlos; pero son excepcionales. Carece de rigor extrapolar situaciones y generalizar. Como en otras muchas cosas, me temo que estamos siendo manipulados y utilizados a base de golpes donde más nos duele.

Que los medios de comunicación hayan encontrado un filón en la indignación del profesorado ante situaciones tan vejatorias como puntuales, con la excusa de crear un estado de opinión, me parece normal hoy por hoy. Hasta los de la casquería rosa andan poniéndose la medalla del destape de la corrupción marbellí, ya ven.

Que el personal docente esté hasta el gorro de cargar con todas las culpas del fracaso de un sistema educativo mil veces reformado, mal explicado a la sociedad y paupérrimamente dotado, es, cuando menos, lógico.

Los padres tenemos una gran parte de responsabilidad, no sólo de la violencia, sino del éxito o fracaso de nuestros hijos, es evidente. Tener un hijo es muy serio, aunque a algunos parece que sólo les interesó el inicio del proceso. Por suerte, sólo a algunos.

Pero de ahí a echar de menos la disciplina de la dictadura hay un trecho. Y de ahí a demonizar a los alumnos, despreciar sus hábitos, su modo de ser, de expresarse ¡y hasta de vestirse!, va un abismo. ¿Es ese el estado de opinión que se pretende crear?

Todos sabemos que la generalización es casi siempre una falacia. Que buenos y malos estudiantes los ha habido y los habrá siempre, pero malos hasta el punto de llegar a hacerse indeseables (calcaditos casi siempre de sus progenitores y del ambiente social en el que viven, por cierto), pocos, muy pocos. Tan pocos que a todos conocemos con nombres y apellidos.

XLA INMENSAx mayoría de los chavales de un instituto está deseando seguir sus clases con normalidad; participa en actividades extraescolares (y no sólo excursiones) con absoluta generosidad, acepta la reprimenda (aun reclamando la inocencia absoluta, pero ¿quién no lo ha hecho a esa edad?) y, sobre todo, responden al afecto con afecto.

La inmensa mayoría de los padres anda el mismo camino. Se preocupan de sus hijos, de su educación y de su formación. Colaboran con los profesores en cuanto se les pide y se ocupan de crear hábitos de estudio y de comportamiento en sus hijos. Otra cosa es que, en algunos casos, lo consigan, porque las influencias externas son muchas y muy dañinas.

A esos medios que se complacen en repetir la barbaridad de los alumnos que grabaron en video la paliza a un profesor y quisieron luego cobrar por él, habría que dejarles bien claro que esos jóvenes no han hecho más que seguir su ejemplo. ¡Lo están viendo en la televisión todos los días...!

Conviene, pues, evitar generalizaciones simplistas. Seamos serios, por favor. Nuestras leyes contemplan que todo niño o adolescente tiene derecho a la formación gratuita hasta los 16 años. Y obligación también, para evitar, sobre todo, la explotación laboral del menor. Pero hay chavales que no pueden, o no quieren, ni sus padres tampoco. Y toda la mandanga de las repeticiones de curso y su posterior promoción por ley no sirve más que para reventar clases o engrosar la legión de torpes, con todos los riesgos que ello conlleva. Recordemos que la diversificación sólo existe para quienes, a juicio de sus profesores, se esfuerzan y quieren, pero no llegan. ¿El resto? Se aburre y molesta, pero no exageremos: son indolentes y apáticos, no violentos.

¿Por qué no crear talleres ocupacionales para esos chavales a partir, por ejemplo, de la repetición de 2.º curso de la ESO con resultados negativos a pesar de las herramientas y los refuerzos ? Con toda la vigilancia posible, para evitar cualquier tipo de discriminación, por supuesto. ¡Con lo felices que serían aprendiendo un oficio, especializándose en un deporte o cultivando esas dotes artísticas que tantas veces hemos apreciado...!

Reconocer que la educación académica no interesa a algunos alumnos ni a sus padres no me parece tan grave. No sería el reconocimiento de un fracaso del sistema, sobre todo si se les facilitara otro tipo de educación y de formación. Sería, en todo caso, reconocer lo evidente: que todos somos iguales, pero, afortunadamente, diferentes.

*Profesor