TEts todo lo que hemos compartido juntos. En el caso de que pueda llamarse así. En 1981 estudiaba BUP en el Arcas Reales de Valladolid y era el director de la revista del colegio. El profesor de literatura nos pidió que estudiáramos La hoja roja , una novela del 59 de Miguel Delibes y que hiciéramos un trabajo posterior. La hoja roja me trasladó a la vida de mi pueblo, también castellano, y el protagonista, el viejo Eloy, a la figura de mi abuelo.

Se me ocurrió que podría completar el trabajo con una entrevista al escritor y publicarla en la revista. Dicho y hecho. Le mandé una carta con las preguntas que quería hacerle además de comentarle profusamente lo mucho que había disfrutado leyendo su novela. Pasaron los días y no recibía respuesta. La revista salió sin la deseada entrevista. Un buen día, casi un mes después de mi misiva llegó al colegio una tarjeta postal con mi nombre y dirección en el anverso y catorce líneas en el reverso. Me decía que la entrevista no sería posible, que hacía muchos años que rehusaba participar en coloquios, mesas redondas y demás. Me importó poco la negativa a la entrevista, tenía delante de mí un tarjetón manuscrito de Miguel Delibes con mi nombre, con su firma, pidiéndome comprensión, disculpándose y dándome su afecto: "Afectuosamente, Miguel Delibes", termina. Mostré su escritura a todo el mundo que quería escucharme, el gran Delibes escribía a un chavalín de su puño y letra. Para mí, que ya había devorado otras cinco novelas suyas en ese mes, era el mejor regalo posible. Algunos compañeros me decían que sería su secretario, otros que alguno de sus hijos, quién sabe. El profesor me dijo que era él, pero que nunca se sabe, es gente ocupada e importante. Para mí era él. Pero me asaltaron las dudas.

XNO PODIA TENERx un manuscrito dudoso. Para mí era un tesoro. Por aquellos días comprendí que Miguel Delibes no podía contestar a todos los chicos curiosos que le escribían. Y que el secretario estaría para eso y para otras cosas, es lógico, me decía comprensivo. Y en esas estaba hasta que me paró el señor de la portería del colegio, el que cogía los recados, para reprocharme no estar donde debo porque hasta dos veces me había llamado don Miguel Delibes. Me quería morir. Me llamó, seguro, para decirme que no había entrevista. Comprendí que me mandó el tarjetón viendo que era difícil dar conmigo.

Era la una de la tarde cuando me enteré de las llamadas no atendidas. Seré idiota. Cogí La hoja roja con el tarjetón en su interior y me fui al centro de Valladolid. Monté guardia en la puerta del escritor, en la calle Dos de mayo. Y allí pasé la tarde. O no entró en casa o no salió. Repetí mi operación espía al día siguiente. Y a las cuatro horas y pico vi a Miguel Delibes. Fui hacia él. "¿Es usted Miguel Delibes?" (¡Qué pregunta más tonta!). "El mismo", me dijo. "Soy el chico del colegio que le pidió una entrevista y al que mandó este tarjetón", le dije enseñándoselo. "Ah, sí, ya caigo", me dijo como si tal cosa. "He venido para pedirle perdón por no estar cuando me llamó y para darle las gracias por la tarjeta". "De nada hombre". "¿Puedo preguntarle algo?" "Pregunta", respondió. "¿El que escribe en el tarjetón es usted o su secretario?". Yo creo que quería partirse de risa, pero hizo una mueca muy leve. "Claro que soy yo, como no daba contigo, de alguna manera debía contestarte". Enseguida le conté que el viejo Eloy de La hoja roja me recordaba a mi abuelo, y que su propio físico también me recordaba a mi abuelo, que me habían puesto un sobresaliente comentando la novela, que me sabía de memoria toda su vida y que había leído cinco de sus novelas en un mes y que le prometía comprar todo lo que escribiese de ahí en adelante y... "Muy bien hombre, muy bien, lee todo lo que puedas y haz todos los amigos que puedas. ¿Llevas mucho tiempo en la puerta?" "Acababa de ponerme", le dije mintiéndole. Hablamos algo más, lo suficiente para deducir que Delibes escribía como hablaba. Nos dimos la mano y entró en casa. Dos minutos, tal vez tres.

Y yo me fui para el colegio dando saltitos más feliz que unas castañuelas. A nadie le conté que había hablado y dado la mano a Delibes. Si dudaban de la autenticidad del tarjetón, quién me mandaba fomentar más recelos.

He cumplido comprando y disfrutando de toda su obra. Y aprendí la lección: proporciona grandes satisfacciones corroborar la autenticidad de las cosas antes de darlas por verdaderas.

Hoy por hoy conozco que Delibes gustaba de escribir cartas. Pero el tarjetón que me mandó hace muchos años tiene para mí un valor incalculable. Y su escritura, impagable. Y su recuerdo, vivo.