Vivimos en la sociedad de la información, nada existe sin previamente haber pasado por alguno de sus filtros, tal es la relevancia que ha adquirido en los últimos tiempos, que algunos hablan ya de la televisión como de un cuarto poder, algo que coexiste en igualdad de condiciones con aquellos otros surgidos a raíz de La Revolución Francesa.

Tradicionalmente la opinión pública se formaba a partir de la reflexión personal, condicionada por consideraciones morales, éticas o filosóficas, o por la corriente de pensamiento imperante. Actualmente, el estado de opinión nos viene impuesto por informaciones y comentaros provenientes de los medios de comunicación, por lo que a pesar de existir mayores cotas de libertad, deberíamos plantearnos si de vedad somos dueños de nuestro propio criterio, o si la televisión explícitamente y a nuestro pesar, es la encargada de tutelar nuestras ideas, hasta el punto de hacernos ver las cosas no como son, sino como otros quieren que las veamos. Esta influencia mediática tiene una mayor repercusión entre los niños, entre algunos jóvenes, entre personas con un escaso nivel cultural, en ellos la manipulación es más sencilla, y más hondo el calado de sus mensajes subliminales.

La televisión a menudo hace propuestas inadecuadas, basa su actuación en programas basura, donde se utiliza al espectador como objeto pasivo de la publicidad. Como si de un producto se tratara, se nos vende la forma de entender la vida, se ofrecen pautas de conducta con falsos arquetipos y falsas formas de comportamiento; la televisión se erige en intermediaria entre la realidad de lo que somos y la ficción de lo que queremos ser, otorgándole al espectador la posibilidad de vivir vidas ajenas, sometiendo a la crítica más feroz las actuaciones de unos personajes creadas al efecto. La televisión es capaz de levantar o de hundir a cualquiera que se le ponga por delante, de subvertir el orden moral y la realidad de las cosas. Fruto de todo esto, se ha producido una especie de colonización mental, la sociedad ha perdido la autonomía personal, su autoestima, la capacidad de sorprenderse, dando por buenos comportamientos basados en la mediocridad,cayendo inevitablemente en simplificaciones absurdas, en una subcultura y en una mentalidad invadida por la ordinariez y la zafiedad, ajena a todo o que se asemeje al buen criterio, arrastrando al espectador hacia un proceso de sedación, de ahormamiento y de sonambulismo, todo ello pensado y ejecutado con el solo propósito de ver cómo se incrementan sus índices de audiencia.

Cada día aparecen nuevos modelos, nuevos canales, nuevos programas, nuevos intentos de hacer televisión, analógica, digital, vía satélite o por cable, pública o privada, autonómica o local, cada vez son mejores los accesos a las fuentes de información de la mano de las nuevas tecnologías y de Internet, pero paradójicamente se tiene la sensación de estar cada vez más atrapado en la maraña, más perdido, más manipulado, como si los grupos del poder económico e ideológico de pronto se hubieran dado cuenta de la influencia que supone poseer el control de este medio.

Si desde la educación se pretende crear en la sociedad una conciencia cívica, una capacidad crítica y reflexiva, la televisión debe contribuir anteponiendo la veracidad y la objetividad a cualquiera otra consideración, pues no se puede exigir del ciudadano que actúe conforme a criterios de coherencia, cuando está recibiendo de una forma persistente y machacona el influjo de imágenes y comentarios que le imposibilitan discernir el verdadero análisis de cualquier acontecimiento.

La televisión y la realidad, como una dualidad conflictiva, transitan por caminos diferentes y donde antes existía información, formación y entretenimiento, ahora se levanta un jardín de flores inexistentes, donde se reinventa y se tergiversa con el solo propósito de favorecer el sensacionalismo y la vulgaridad.

En un sistema democrático los límites de la televisión están determinados exclusivamente por las leyes, la pluralidad es el termómetro que mejor mide el grado de libertad de una sociedad. Aunque la responsabilidad última recaiga sobre quien tiene la potestad individual a la hora de elegir, debiera existir sin embargo un código deontológico de obligado cumplimiento para el mundo audiovisual, no con la pretensión de limitar su libertad de expresión, sino con el fin de salvaguardar ciertos principios morales, ciertos códigos éticos que conviene que no sean traspasados, evitando esos modos de hacer televisivos, que tanto daño provocan en quienes no pueden o no saben discernir lo que de verdad les conviene. Por otro lado, nos asiste el derecho de reclamar de los poderes públicos, independientemente de quien gobierne, una televisión y una radio públicas regidas por la coherencia, la imparcialidad y el buen criterio.

*Profesor