Hace 30 años, una mujer maltratada era ninguneada por la justicia, por la policía e incluso por vecinos que, aun siendo testigos de la violencia, preferían mirar para otro lado por miedo a meterse donde no debían. En teoría, hoy en día, esto ha cambiado sustancialmente: hay leyes de protección, teléfonos de ayuda, casas de acogida y órdenes de alejamiento. Pero, en la práctica, no tanto. Es fácil comprobar cómo seudofamosos utilizan con ligereza los juzgados, trivializando un asunto que tanto dolor y víctimas causa. Con toda esta banalización, se colapsan juzgados y las ayudas se reparten entre todas las supuestas víctimas, causando un gravísimo desamparo en las verdaderas, esas a las que menos se oye, las que menos se quejan y que llevan toda su tragedia en silencio. Parece ser que nadie se plantea separar el grano de la paja y así poder dar cobertura real a quien lo necesita, no a quien quiere aprovechar la coyuntura. Estoy segura de que el número de víctimas descendería, pues la ayudas estarían enfocadas únicamente a ellas. Pero una constante en el tiempo y en el olvido son los hijos que viven en un hogar donde abunda la violencia verbal y física; hijos convertidos en muñecos utilizados como arma arrojadiza sin importar las graves consecuencias psicológicas. Estos niños quedan traumatizados y no son reconocidos como víctimas pese a ser los que más protección necesitan. Hace falta estudiar a fondo la violencia con la mujer, castigar a quien pretenda sacar provecho frivolizando con este asunto y prestar atención a los niños, las víctimas olvidadas de este grave problema.

I. Fernández **

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