Filólogo

La gente del teatro acabó, la noche de los Goyas, con la complacencia gubernamental y llevó al dia siguiente, previo mortificante cacheo, el grito contra la guerra hasta las tribunas del Parlamento.

--Sin empujar, repetía la farándula, ante el hostigamiento de la gendarmería que les tocaba, de momento, las nalgas en la puerta de los leones. La ceremonia de los premios había derretido el discurso oficial y el agua que ahogó a la ministra aquella noche, encharcó también al día siguiente las alfombras y los asientos del banco azul.

No les perdonaron cambiar la lentejuela por la protesta, transmutarse de espectadores en espectáculo, violar en su misma casa, con las ventanas abiertas, a la televisión del régimen, y corear que el personal está harto y que no quiere guerra.

Esa gente cómica tuvo reflejos: desenvainó la palabra y la altanería, pidió remedio para el hartazgo, y no tuvo empacho en aclararlo desde el principio: "No hay que tener miedo a la cultura, a la sátira, ni a la libertad de expresión: hay que tener miedo a la guerra". Pero han podido comprobar que existe terror y pánico a la cultura, a la libertad, a la libre expresión. Esa noche rememoraron la Revolución del terciopelo, del Teatro de la Linterna Mágica de Praga, donde los actores y directores se alzaron por la libertad de la palabra y de sus ciudadanos.

Y no hicieron más que lo que saben, subir la calle al escenario: el cansancio genera un poder político que se extralimita en sus funciones: que no garantiza el interés general, que anula la sociedad civil ante el embate mercantilista; que hace retroceder los controles democráticos, convirtiéndonos, vilmente, en herramientas de guerra. Esta vez los directores, actores y promotores olvidaron su narcisismo y apostaron por la paz frente a la guerra: la gente del cine comenzó, aterciopeladamente, esa noche, a reorganizar la esperanza.