Las dimensiones de la movilización internacional para suturar la herida abierta en Haití no hacen más que realzar las dimensiones cataclismáticas de la catástrofe. El terremoto sufrido por el país, y particularmente por su capital Puerto Príncipe el martes ha arrasado el país más pobre de América y ninguna evaluación de los daños es capaz de dar una idea aproximada de la desolación a la que deben hacer frente los damnificados, obligados desde siempre a llevar una vida de mera subsistencia y sumidos ahora en la más radical de las miserias.

La rapidez en la respuesta de Estados Unidos, Canadá, la Unión Europea y toda clase de entidades con medios de ayuda es una muestra de solidaridad internacional que sirve para poco más que atender a las tareas más urgentes, acudir al rescate de los supervivientes que permanecen sepultados y evitar la muy previsible y temible propagación de epidemias. Pero es preciso que las autoridades haitianas entiendan que, después del armagedón que se ha desplomado sobre su país, es ineludible afrontar la reconstrucción con un espíritu auténticamente refundador.

La historia de Haití es la de una gran esperanza en el momento de la emancipación --fue el primer país del continente que alcanzó la independencia por la sublevación de los esclavos-- y un gran sufrimiento colectivo en los dos siglos siguientes. La caída de la dictadura de los Duvalier en 1986 reunió muchos de los ingredientes necesarios para redactar de nuevo la epopeya nacional desde la primera página. Pero todos los vicios del pasado, administrados por líderes iluminados o simplemente corruptos, no hicieron más que perpetuar las lacras heredadas bajo el manto equívoco de un sistema relativamente representativo, tutelado por Estados Unidos sin demasiado entusiasmo.

La verdad es que es imposible separar las condiciones de vida de este reino de la pobreza lacerante de los efectos del terremoto. No hay forma de domeñar la tierra, pero en cualquier otro escenario menos abandonado a su suerte los efectos del seísmo hubiesen sido menores. No es posible prever estos cataclismos, pero si la conurbación de Puerto Príncipe no fuese, sobre todo, una enorme concentración de barrios de viviendas precarias --denominadas bidonvilles--, es razonable pensar que el impacto hubiese sido mucho menor. De forma que la tarea más importante que deben afrontar las autoridades haitianas y los países que ahora les prestan auxilio no es acudir en tropel a reparar los daños inmediatos, que en eso están, sino cambiar la faz institucional y material del país con un programa a largo plazo. De no hacerlo, Haití seguirá siendo un corcho a la deriva dejado a los caprichos del azar en medio del Caribe.