El pasado junio, el director general de la FAO, Jacques Diouf , reclamó en la Cumbre de Roma 30.000 millones de dólares para erradicar el hambre en el mundo, un problema que afecta a casi mil millones de habitantes del planeta. Obtuvo 8.500. Los bolsillos de los países ricos no daban para más. No es que no hubiera, es que no había ganas. Sólo con los fondos aportados por el gobierno de EEUU para financiar su plan de salvamento del sistema financiero, 700.000 millones de dólares, se podría resolver el problema del hambre durante 25 años.

Hace un par de días la organización de ayuda a la infancia Save the children presentó su último informe oportunamente titulado Salvar vidas en tiempos de crisis , otro aldabonazo en el que se denuncia que cada año mueren en el mundo diez millones de niños por enfermedades perfectamente prevenibles. Las vacunas y medicamentos para combatir estas enfermedades, comunes en el mundo desarrollado hace décadas, cuestan entre 30 y 50 céntimos, con lo que la factura global no llegaría a los cinco millones. El investigador español Pedro Alonso , premio Príncipe de Asturias de Cooperación Internacional por su lucha en la erradicación de la malaria, explicó en 17 palabras el círculo vicioso que encierra esta ignominia: "los pobres tienen peor salud que los ricos, pero cuanta peor salud tienen, más pobres se hacen".

En realidad, Alonso no hablaba de la salud de los pobres sino de la de aquellos ricos que se perturban más ante el pánico de un agente de bolsa que ante el rostro de un niño moribundo. La crisis ha dejado al descubierto las vergüenzas del sistema, pero las respuestas a la crisis dejan al desnudo las grietas éticas de un mundo que responde de manera tan diferente a los problemas. Cuando esta crisis se resuelva, que se resolverá, las soluciones para el futuro habrán de pasar por revisar las bases degeneradas del capitalismo, pero también deberemos buscar respuestas desde la ética. Para que seamos capaces de salvar al mismo tiempo los fondos de los ricos y la vida de los pobres, y para que en los países desarrollados no seamos siempre los mismos los que después de financiar con nuestros impuestos a quienes debían regular y supervisar el sistema y garantizar con nuestros depósitos y los intereses de nuestras hipotecas la salud del sistema financiero, tengamos que ser también los que paguemos la factura de la inoperancia de unos y los desmanes de los otros.