TLta muerte, arbitraria, llega cuando quiere. A algunos se los lleva en plena juventud y a otros, generosa, les concede una vida larga. Francisco Ayala y José Luis López Vázquez han muerto esta semana con octubre dando paso al noviembre frío, en la España irreconocible que pasea sus flores de difuntos entre Halloween y huesos de santos. Dos testigos y protagonistas del siglo XX cambalache, enigmático y febril , ambos nos reconcilian con esta nación nuestra, escasa --¡que le vamos a hacer!-- en científicos y filósofos pero abundosa en artistas y poetas. Postrer representante uno de la Edad de Plata de la Literatura española segada por la guerra, el reconocimiento le llegó tarde, pero al fin la vida fue justa y generosa con él. El otro, actor y testigo de nuestra infantil sala de estar en la televisión en blanco y negro cateta a veces, otras genial que añoramos al compararla con la teleescoria de Sálvame y compañía, protagonizó una etapa inolvidable junto a otros grandes de la farándula y cuando dejó de ser el padrino de la gran familia fue el señor con pinta de gente corriente, bajito y calvo que revolucionó la noche española en aquella cabina del 72 en la que entró para no salir. Ese terror literario, absurdo, agobiante e inteligente que invadió nuestros hogares a la hora de cenar nada tiene que ver con las películas gore repletas de sangre y vísceras que apasionan a nuestros adolescentes, pero con su fábula kafkiana y su macabra sobriedad marcó un hito en la televisión española. Artista inmenso como otros tantos genios de su época, alejados de la belleza pálida, letal y crepuscular de los guapitos vampiros actuales que ofrecen morbo y terror a nuestros hijos, supuso un verdadero privilegio contemplarlos. Cómicos brillantes, feos, tiernos, expresivos, naturales y dúctiles. Señores de la escena. Se ha ido un insigne representante de la sabia generación de actores que muchas veces entre tinieblas supieron proporcionar luz, esperanza, y mundos soñados en la larga travesía de un siglo sombrío. Descanse en paz.