WAwl cumplirse el veinte aniversario de la primavera política de Pekín, que terminó de manera sangrienta con la matanza de la plaza de Tiananmen, las grandes potencias, incluida la Unión Europea, parecen haber arrojado al basurero de la historia la sombría y contradictoria realidad del gigante asiático, que es la verdadera fábrica del mundo bajo la férula del Partido Comunista Chino (PCCh), cuya represión implacable está mitigada si no universalmente aceptada por el éxito económico del gigante asiático y la esperanza de que ayude a superar la crisis a los principales y erráticos gestores del capitalismo. Este aniversario de la represión en la famosa plaza está también pasando desapercibido en un país que está muy transformado económicamente.

Los defensores de los derechos humanos, precariamente refugiados en internet, comprobaron cómo la secretaria de Estado de Estados Unidos, Hillary Clinton, poco hizo por conseguir que la falta de libertad y el exceso de represión del régimen comunista chino se convirtieran en un tema crucial de las relaciones entre los dos países. Los dirigentes de la potencia asiática sostienen que su poder como actual tercera economía del mundo les exonera de otras responsabilidades políticas en función de los intereses creados y el lógico temor de nuevos descalabros económicos.

Es la lección que recibe ahora en Pekín nada menos que el secretario norteamericano del Tesoro, Tim Geithner, apremiado por los riesgos de inflación y depreciación del dólar para el país que viene funcionando como mayor prestamista y banquero de la bulimia consumista de los Estados Unidos. Ni siquiera es seguro que sea capaz de replicar que China necesita, para contribuir a la salida de la crisis, mejorar la demanda del sector privado con una divisa que sea más fuerte y que esté menos manipulada.

El éxito económico de los regímenes autoritarios en Asia no favorece la eclosión democrática aplastada hace ahora veinte años en la plaza de Tiananmen. Pero las tensiones e incongruencias internas, los graves desequilibrios regionales y el corsé ideológico se hacen más intolerables por la crisis económica mundial.

China está al límite (con un crecimiento del siete por ciento) porque la producción supera al consumo de manera tan descomunal que la corrección del desequilibrio precisará decenios de reforma y búsqueda de otro modelo que restrinja los excesos de la utopía capitalista.

Para esa transición, la relación con Estados Unidos es esencial y debe afectar a la moneda china y a la fiscalidad norteamericana necesaria para deprimir el consumo. Si no, la transición china corre el riesgo de desembocar en una revuelta más extendida que la que se produjo en el año 1989, que situaría al mundo ante el abismo de una crisis mucho más grave que la que nos golpea.