Cómo disfrutábamos en el cine de nuestra infancia con aquellas viejas películas en que los malos, después de cometer mil fechorías, eran cazados finalmente por los buenos que se enfrentaban a ellos sin más miramientos. Al final siempre ganaban los buenos, y tras la peli regresábamos a casa con la íntima satisfacción de que el malo se había llevado su merecida ración de jarabe de palo: imperaba la justicia desde el estrado hipnótico del celuloide. Tiempos bárbaros en que los buenos eran buenos y los malos eran malos.

Pero los tiempos cambian, y las sociedades y sus leyes, dicen, avanzan. Ahora, que no paramos de progresar, hemos conseguido que malos con veinticinco cadáveres a la espalda tengan derecho a mariscada y champán en la cárcel para festejar los asesinatos que sus colegas siguen cometiendo fuera, o a convertir en una delicada cuestión de Estado el tratamiento de sus almorranas. Ahora, si un malo cuenta con quince o diecisiete inviernos en su alma cuando viola y asesina a una pobre criatura o cuando descuartiza entre bostezos a toda una familia, sabemos que a esas edades no se puede ser malo, y hay que reinsertarlo en la calle a los dos o tres añitos de aquella juvenil barrabasada. Ahora, sin duda, hemos avanzado mucho, y si alguien tiene dudas, que se lo pregunte a los malos.

El instructivo paso del tiempo nos enseña que el principio latente en aquellas viejas películas, de que al final siempre impera la justicia, y de que la bondad acaba venciendo a la maldad, era una engañosa moraleja muy conveniente para tranquilizar las conciencias y facilitar el plácido sueño de nuestras inocentes y tiernas mentes infantiles.

Miguel Angel Loma Pérez **

Sevilla