Me pregunto de qué material está hecho alguien que pega un puñetazo a un anciano armado con algo tan mortífero como un bastón.

Cómo ha sido educado, de qué clase de infancia viene, cuándo perdió la noción de lo humano. La noticia ya es vieja, como todo. Lo importante ya no es urgente, y se queda reducido a un breve en el que nadie reparará en unos días; pero a mí me sigue dando vueltas en la cabeza la imagen congelada de esta historia.

La víctima se llamaba Ramón, tenía ochenta y un años y llevaba cuidando mucho tiempo a su mujer, Amalia, enferma de olvido. Y una mañana absurda, cruzando un paso de cebra, se encontró con la muerte a manos de un joven capaz de empujar a un anciano.

Y yo me he acordado de mi padre, tan beligerante en su defensa de las buenas costumbres, de la educación antigua, tan gritón cuando un coche no respetaba los semáforos, o un peatón cruzaba en rojo, y he vuelto a ver sus ojos azules centelleando de rabia. Cualquier día podría haberse encontrado con alguien así.

Un ejemplar similar a los que van atronando con su música al resto de conductores o viven cada adelantamiento como una victoria. Esos que aceleran si ven que cruzas, que no dudan en colarse delante de las personas mayores o timarles en las vueltas. Tan prepotentes, tan afianzados en la fuerza física contra el débil.

De vez en cuando aparecen en los periódicos. No tienen paciencia para ir detrás de los ciclistas, ni para esperar la lentitud de una señora en el autobús, o calmar el llanto de un niño.

A veces matan; otras, hieren o golpean, casi siempre iracundos. Cambian los titulares, pero ellos nunca.

Y yo sigo preguntándome de qué clase de caverna salen, dónde les amputaron la empatía, qué clase de persona es capaz de bajarse de un coche, golpear a alguien indefenso y pretender que se puede continuar con la vida, así tan fácil, ajeno al respeto y la ternura, extranjero de todo lo que puede llamarse humano.