Escritor

Uno, que se ha tenido y se tiene por un viajero impenitente a través de las inagotables carreteras extremeñas, no puede por menos que reconocer que, como esta tierra es extensa, son muchas las cosas que sigue descubriendo y todavía más, con un poco de suerte, las que le quedan por encontrar. Lo curioso es que no siempre ha ido uno a esos sitios que el común considera obligatorios, esto es, donde la mayoría ya ha estado. Así, mis dos últimos descubrimientos, da sonrojo decirlo, son Olivenza y Alcántara. Sí, lo confieso, nunca había estado en esos lugares hasta hace unos días, qué le vamos a hacer. Es verdad que verlos lo que se dice verlos ya los había visto. Pero no, rectifico, ni mucho menos. Sólo in situ he apreciado su importancia, superior, sin duda, a la estimación más optimista. Por eso, reconozcámoslo, para estar allí lo único que podemos hacer es ir, por más que dejemos caer a veces la excusa de que vale lo mismo lo leído en un libro o lo visto en una fotografía. Olivenza me deslumbró, está claro, y eso que tengo la sospecha de que la lluvia no es buena aliada de esa localidad fronteriza. Es otra la luz que busca la cal de las fachadas de sus edificios manuelinos. Bajo la lluvia se me apareció también el puente de Alcántara y esa imagen familiar hasta el hartazgo se me mostró limpia, como vista por primera vez que fue, en rigor, lo que ocurrió. Mi amigo Serafín Portillo me dijo que el mejor camino para llegar desde Plasencia era el que pasaba por Coria, Moraleja, Zarza la Mayor y Piedras Albas. Por ahí, la bajada al pueblo es de por sí espectacular pero, como cuento, nunca pude suponer que la ubicación del tajo sobre el que cuelga el puente fuera la que es, que el paisaje circundante permaneciera virgen y, cómo no, que en un determinado momento casi se cruzaran la siniestra monumentalidad de la presa (que asusta por lo que contiene de amenaza) y la elegante, sobria y solemne de la monumental obra de arte romana, con justicia famosa. Paré el coche, me acerqué al abismo y contemplé largo rato, bajo el paraguas, la estampa real que tenía delante. La mía fue una visión, más en el sentido teológico que en cualquier otro. Recuerdo que las aguas bajaban turbias, que un ave sobrevolaba la superficie del río. Me sentí muy lejos, en un sitio remoto. Me emocionó cruzarlo después en el coche (otro hecho que desconocía: siempre supuse que el puente había perdido esa práctica función) y ya no salí de mi asombro en todo el día. Ni siquiera hoy, quince días después. Me vino bien la experiencia para explicar a los muchachos del IES "San Pedro de Alcántara" (donde acudí para abrir las lecturas de una nueva aula literaria, la Francisco de Aldana) qué es eso de la inspiración o, lo que es lo mismo, qué le mueve a uno a escribir un poema. Aún no había escrito el que, no creo equivocarme, acaso acabe surgiendo del fondo oscuro de ese momento gozoso.

Al volver a casa, tras revisitar la plaza de Garrovillas, cruzando los llanos de Alconétar bajo un cielo de amenazantes nubes negras, me sentí como un romano cualquiera en el exilio, feliz de la existencia de su civilización y de sus dioses.