El importe del gasto público de España, sumando el de todas las Administraciones, equivale al 50% del PIB, alrededor de medio billón de euros. El gasto del Estado cuesta a cada español unos 10.000 euros anuales. ¿De dónde sale ese dinero? Fundamentalmente de las rentas del trabajo, o sea, de los que tienen una nómina, y de los impuestos indirectos y del IVA, que también los pagan mayoritariamente las clases trabajadoras. Por ello debería hacerse una reforma fiscal que distribuya la carga impositiva de forma más equitativa, grabando más las rentas de capital, las de la especulación, y a los grandes beneficios de los sectores estratégicos, en manos de oligopolios privados con un gran poder de mercado para imponer sus intereses.

Sin embargo, los dos partidos que monopolizan el poder tienen una política económica casi idéntica, y no están por la labor de reformar la actual estructura impositiva en un sentido más progresivo (que pague más el que más tiene), antes al contrario, el discurso liberal de que subir los impuestos a los ricos provoca la fuga de capitales y retrae el crecimiento, ha sido asumido totalmente por un partido socialista rendido o seducido por la banca y las grandes fortunas y ese nuevo pensamiento único, que en realidad es el viejo pensamiento capitalista de siempre.

XEN ESTEx contexto, en el que no cabe esperar cambios importantes en el sistema fiscal, la defensa de una política de gasto público racional guiada por criterios de austeridad, eficacia, y transparencia, en la que se busque el máximo rendimiento de los recursos públicos constituye un planteamiento verdaderamente progresista a favor de los intereses de inmensa mayoría de la población.

La ausencia de criterios de economía y de transparencia en la gestión de los dineros públicos es algo normalizado en la política española. La mayoría de los políticos actúan como si fueran los amos del patrimonio de todos, y no los administradores temporales. Están convencidos de que el sometimiento periódico al veredicto de las urnas les exime de cualquier otra obligación de dar cuenta a los ciudadanos de la forma concreta en la que se administran y gastan sus impuestos.

Este concepto patrimonialista del poder político, y la impunidad con la que se ejerce, tiene su principal reflejo en la arbitrariedad en la concesión de las contrataciones públicas, que es el origen del despilfarro y de la mayor parte de los casos de corrupción. El Estado paga por lo que compra mucho más de lo que vale y, sobre todo, mucho más de lo que paga el sector privado por los mismos bienes o servicios, cuando precisamente, debería ser todo lo contrario, dada la capacidad de compra de las Administraciones públicas, y la garantía de cobro que suponen para los proveedores. Garantía que no hay que confundir con la demora en el pago, que no deja de ser otra consecuencia de la mala gestión y, con frecuencia, una excusa de los grandes proveedores para encarecer sus servicios o suministros, y también una forma de excluir a las pequeñas empresas que no tienen esa capacidad de financiación.

Ciertamente, existe una Ley de Contratos del Sector Público que se supone debería impedir que esto ocurra, pero es una ley engorrosa y ambigua, que permite al organismo contratante, sin salirse aparentemente de la legalidad, burlar los principios de publicidad y libre concurrencia, pues como viene señalando reiteradamente el Tribunal de Cuentas las administraciones utilizan de forma abusiva procedimientos de adjudicación que reducen al mínimo el número de empresas ofertantes, no se valoran las ofertas con criterios objetivos y se desprecia el principio de economía. Como resultado de todo ello se produce un encarecimiento de los contratos con el consiguiente daño al patrimonio público en beneficio de particulares.

De esa forma, métodos de adjudicación de contratos que deben tener un uso excepcional, como son los procedimientos negociados, restringidos, o tramitados como urgentes y sin publicidad, que en la práctica son contrataciones a dedo, se han convertido en el mecanismo habitual de las licitaciones, mientras que el sistema abierto de subasta, que es el más limpio y el que más beneficia a la Administración porque obliga a las empresas ofertantes a competir entre ellas rebajando los precios y mejorando sus ofertas, apenas se usa.

El despilfarro de los recursos públicos y los casos de malversación de los mismos, tiene como base una interpretación fraudulenta de la legislación actual en materia de licitaciones, una legislación que exige una profunda reforma que haga imposible su manipulación y establezca mecanismos reales y eficaces de controles externos a los organismos contratantes previos a las adjudicaciones, que no deben limitarse a fiscalizar los aspectos formales de las mismas, sino ejercer una verdadera salvaguarda del interés público. Creo sinceramente que los principales beneficiarios de una gestión de gasto público austera, transparente y eficaz, serían los políticos honestos y con verdadera vocación, que no deberían sufrir la injusticia de vivir bajo la sospecha de la opinión pública.