Sí, he escrito ‘tonto’ y no ‘tinto’. En esta época estival los tontos de verano se prodigan por doquier. Tienen una vestimenta característica: camisa floreada, bermudas y chanclas. Todo ello adobado con cierto aire desaliñado y barba de tres días. Su hábitat natural son los chiringuitos de playa y las terrazas de verano. Todos son expertos cuñados de alguien, que en ese momento está en la gloria descansando de él, y tú no sabes que le has tomado el relevo.

El tonto de verano te cuenta su crucero por las islas griegas de pé a pá, y lo que es peor, sin saltarse una isla. La tecnología se ha aliado con los tontos de verano y los móviles son una herramienta para nuestra tortura. Exhiben fotos sin parar…: «Esta en Mikonos, esta en Lesbos, uy qué bonito era Creta y qué bueno estaba el queso…».

Los tontos de verano no te narran sus vacaciones. Te las escupen a la oreja sin omitir un detalle. Hacen ostentación: de hoteles, de precios, de regalos… Y tú le sonríes con esa mueca congelada que tienes aprendida de aguantar a otros tantos tontos de verano.

Este espécimen es una variedad de macho ibérico pero que solo se prodiga durante el estío. Farda de todo: de trabajo, de vacaciones, de coche. Y tú, que haces siempre malabarismos para llegar a fin de mes, empiezas a pensar si se trata de un tonto de verano o de una aparición de Phantomas, digna de ser estudiada por el mismísimo Iker Jiménez.

Tienen un rasgo característico: te pegan la chapa durante tres horas y cuando se van, después de haberse metido sus correspondientes tapas y cervecitas entre pecho y espalda exclaman: «Uy, no he traído dinero. Ya mañana si eso me invitas tú». Y tú pagas y no vuelves más al chiringuito en tu vida por miedo a otro sablazo. O sea que de tontos, tontos… muy poquito.

Refrán: Aunque el tonto coja la vela, ésta se apaga y el tonto se queda.