El Parlamento de Cataluña decidió ayer, por 68 votos contra 55, prohibir en su territorio las corridas de toros a partir del 2012. Sin embargo, casi nadie cree que lo que la cámara legislativa catalana hizo ayer fue desterrar la fiesta de los toros, sino un acto de desafección hacia España: tan contaminado de nacionalismo ha estado el proceso que desembocó ayer en la votación de los diputados. Mucho más cuando esa votación ha tenido lugar estando aún muy vivos los rescoldos de la sentencia del Tribunal Constitucional sobre la reforma estatutaria y cuando, además, quienes plantearon erradicar los toros para que no se diera ocasión a la tortura de un animal, han mantenido un silencio ominoso --cuando no su defensa-- con respecto a los ´correbous´, una fiesta típicamente catalana en la que también se tortura a los toros colocándoles antorchas en los cuernos.

La decisión sobre los toros en Cataluña ha sido, pues, un asunto político; no de defensa de los animales. Y es también una prueba más de cómo una sociedad abierta y liberal ha ido deslizándose inquietantemente hacia las prohibiciones, que no solo se manifiesta con las corridas de toros, sino con la persecución a los comerciantes para que rotulen sus establecimientos en catalán o la obligatoriedad de los padres de niños adoptados a que les hagan saber esa condición cuando alcancen una determinada edad: un intervencionismo del poder impropio de una colectividad democrática. Ese es el telón de fondo: de cómo Cataluña se va desenganchando de las pautas de tolerancia que históricamente la adornaron.