El anuncio de la secretaria de Estado de Inmigración, Consuelo Rumí, de que prepara un reglamento para que muchos de los miles de inmigrantes que trabajan irregularmente en España (sólo en Extremadura hay 5.000) puedan obtener los papeles de residentes y, de paso, formalizar su contrato laboral, es lo que cabe esperar de un Gobierno progresista. Además, lo habían pedido los sindicatos y las patronales más sensibles a convertir en legal lo que es real en la economía sumergida. Pero el Gobierno ha aireado un plan todavía inconcreto, y así sólo se propician bulos e infundios, se genera confusión y se juega con las esperanzas de los sin papeles. Y más si al PP y a su líder, Rajoy, les falta tiempo para denunciar la improvisación y agitar el fantasma del efecto llamada, pese a que se quiere regularizar una realidad humana y laboral que el Gobierno anterior mantenía legalmente oculta y clandestina. Intentar borrar la realidad es iluso y dañino. El reto de la inmigración requiere más prudencia y políticas de Estado. Incendiar el debate o abonar la provocación --como ha hecho Jordi Pujol al trasladar el problema al terreno ideológico para condenar el mestizaje-- es poco sensato y nada rentable en términos democráticos, incluso a corto plazo.