Todos los amantes del cine de ciencia ficción recuerdan con un escalofrío el momento en que un Rutger Hauer, robot, y un Harrison Ford, menos humano que nunca, se enfrentan sabiendo (al menos uno de ellos) que el final se acerca. La dignidad con la que la máquina, ese robot, acepta el humano destino que todos tendremos y su parlamento final han traspasado pantallas y épocas, para quedar anclado en nuestra memoria colectiva.

«…y esos momentos se perderán, como lágrimas en la lluvia». Blade Runner, ya saben, es la película que contiene esa poderosa escena. Como toda la buena ciencia ficción, no es más que una proyección de los temores y angustias de la sociedad en ese momento; un reverso de lo no queremos ser, pero caminamos inconscientes hacia ello, hipnotizados por un brillo cegador. En Blade Runner, los robots -de forma humana- viven para realizar aquellos trabajos que los humanos no querían hacer, por peligrosos, repetitivos o simplemente tediosos. Después, eran apartados del servicio.

Entre los desajustes del sistema capitalista uno que preocupa especialmente es el papel del trabajo en las sociedades futuras. Aunque nos parezca algo estable, permanente y en cierto modo independiente, el mercado laboral se modifica en función del progreso o evolución de la economía. Sin la planificación estatal o legal que muchos aún propugnan (y que tantos fracasos lleva en sus espaldas), el empleo es una respuesta a las capacidades de producción y compra de la sociedad.

¿Es el desempleo una situación coyuntural provocada por los ciclos económicos o producto de una tendencia que se acentuará en el futuro? Es difícil desligarse de una concepción «lineal» del trabajo, pero si pensamos en los tipos y condiciones de trabajo de hace sólo 200 años, veremos que la evolución es notable. Siempre de la mano de un demiurgo en forma de tecnología. En ocasiones, la tecnología (y la evolución que lleva de la mano) ha sido un motor de creación de empleo. En el escenario que tenemos ante nosotros, probablemente no juegue ese papel.

Si la tecnología mantiene y potencia los (digamos) trabajos tradicionales, sumados a nuevos que se crearán, la economía absorberá y adoptará la situación. Pero lo cierto es que no parece muy probable: la imparable automatización de procesos que vivimos permitirán mayores rendimientos a menor coste. Cada día se requiere menos capital humano para atender las mismas necesidades.

Se produce, claro, una reducción de la demanda de trabajadores. Esta disminución del mercado laboral es ya un hecho. Un estudio reciente de CaixaBank Research afirmaba que, a medio plazo, en España serán sustituibles el 43% de los trabajadores.

Podemos pensar que este proceso (que no será cuestión de poco años) sólo afectará a aquellos puestos de menor valor añadido o de tareas más repetitivas (los «blue-collar» que dicen los anglosajones), pero no es cierto. La automatización ya afecta a sectores tradicionalmente ligados a la especialización intelectual, como el sector legal o el financiero, puesto que la inteligencia robótica crece progresivamente.

Nos cuesta comprender que estamos frente a un nuevo paradigma, pero la realidad -tozuda- se empeña en demostrarlo. Proyectos como Uber o Alibaba son «lógicos» dentro de un mercado, pero por ejemplo Wikipedia da un acceso gratuito e inmediato a un caudal de información antes restringido por barreras económicas (de pago). Esto escapa a cualquier compresión actual de beneficios, precios y, sobre todo, acceso a la información.

La realidad dicta que el capital y la inversión en tecnología sustituirán paulatinamente al trabajador. Este «shock» tiene importantes connotaciones que sobrepasan lo económico para enraizar con lo social: ¿qué ocurre si todo para lo que nos habíamos preparado ya no es útil?

No me gusta ser apocalíptico y, además, aquí, tampoco hay razones. Hay tres salidas en este aparente laberinto que es el trabajo en el siglo XXI. La atención: cada vez habrá menos recursos públicos destinados a infraestructuras y sí a la atención y cuidado físico y social de los ciudadanos. El ocio: cada vez vivimos más en una cultura del ocio, donde nuestro gasto no nos genera culpabilidad, quizás el espacio en que más tiempo querremos vivir. Si ya es una cultura creciente, la tecnología en este caso servirá para reducir costes y, por tanto, mayor acceso a alternativas de ocio.

Y, claro, el consumo. Vivimos en un sistema de empresas que sólo funcionan si tienen consumidores, que cuenten con capacidad de adquisición. ¿Se imaginan a Apple o Coca-Cola colaborando en subvencionar consumidores? Quizás no estamos tan lejos como creemos.