Aquellos niños miraban la procesión como quien sospecha que la imagen solo se da una vez al año. Eran pequeños, ni siquiera llegados a la quincena, pero para ellos la comitiva y el paso ya eran todo un espectáculo. Sería bueno que en el colegio les explicaran bien qué irían a ver inundando las calles en sus vacaciones, qué tipo de celebración era esa y, lo más importante, el significado real de tanto desfile procesional con imágenes de cristos y vírgenes de unas parroquias y otras. Siempre he pensado que quienes no saben de algo merecen al menos una explicación.

Esa sería, pienso con humildad, una de las maneras de tratar de entender este complicado mundo, donde las interpretaciones son el pan nuestro de cada día. Por eso asomarme a las miradas de los niños ante la Semana Santa me hizo ver que las tradiciones son necesarias para mantener la identidad de una tierra, una ciudad o un país.

Algo así como reivindicar el adn incrustado en esa vida que no nos pertenece y que es, sencillamente, la del lugar que habitamos. Afortunadamente, tenemos la suerte de elegir por libre si participamos o no de esos rituales o, si lo que hacemos en comunidad, que cobre verdadero sentido siempre y cuando seamos parte de esa historia.

De ahí, entiendo, la necesidad de explicar a los más pequeños el porqué de esto y no de aquello, por qué el sonido de los tambores y la belleza de la imaginería, o de donde el olor a incienso y la razón del penitente para cubrirse el rostro. Solo el conocimiento de las cosas nos salva de la ignorancia, solo el saber de lo que desconocemos nos enseña el mundo de ahí afuera.

Una sociedad que quiere ser sana solo merecerá la pena si sabemos explicar por qué repetimos tradiciones que nos enseñan a respetar y compartir con los demás. Eso, sencillamente, es la Semana Santa de todos los lugares estos días. os brazos bien abiertos, las piernas componiendo unes.