Había sintonizado la radio muy de mañana. Y entre la baraúnda de horribles noticias que me llegaban de Haití, una me llegó a quedar helado: había habido, en su capital, Puerto Príncipe, ¡más de 100.000 muertos! El número era redondo, cruel, sin paliativos. Era como una cósmica pedrada su brutal impacto sísmico. Parecía que el infierno había caído sobre el país más pobre de América.Ya sé que han sido centenares las hecatombes ocurridas en el mundo: San Francisco, Lisboa, los recientes tsunamis asiáticos, etcétera, sobre todo, en los países del cinturón de fuego que abraza el Planeta, de este a oeste y de norte a sur. Ante tal consternación, ahora todo lo demás nos parece baladí y sin sentido, sobre todo cuando se trata de un país tan pequeño y desasistido, en que la desolación se agiganta, la pena se hace más aguda y la tragedia, más grande. Por eso se hacen ridículas las rencillas cotidianas de los que vivimos en países desarrollados, se constata el estúpido relativismo de nuestras pendencias políticas, y el terrorismo, producido por ideologías perversas, ponen aún más de relieve la bajeza humana. Mientras tanto, sólo se yergue la sacudida de esas sobrecogedoras escenas, donde casi todo un pueblo ha quedado aplastado: ¡Más de 100.000 muertos! Una cifra bíblica, aterradora. Y toda una ciudad arrasada, con una espantosa desolación como balance. En medio de todo, muchos rezan, entre la desesperanza y el dolor. Han caído su catedral, el palacio presidencial, sus escuelas, con hospitales colapsados, en medio de calles reventadas, que sólo son caminos de espectros humanos que no van a ninguna parte. ¿Qué les queda? Sólo esto: que los países envíen toda clase de auxilios y equipos de socorro, para que les llegue un poco de alivio, al que seguirán las estadísticas y las conclusiones. Para, poco después, ¿el olvido y un borroso recuerdo, retornando todo a la rutina? Sin que los hombres y mujeres que vivimos, en esta zarandeada aldea global , seamos capaces de poner cordura pensando en lo que, verdaderamente, tiene importancia. Que nos demos cuenta de que la paz y la solidaridad es el mayor bien al que podemos aspirar, desterrando ese sálvese quien pueda , dentro del más sórdido egoísmo. Quiera Dios que estos cataclismos sirvan de lección al mundo, para dar un giro de 180 grados a los grandes errores cometidos, por fútiles pretextos. Para que florezcan, de una vez, una paz mundial, sin pobreza como la de Haití ¿Una auténtica utopía? Pero no la descartemos.