La semana había estado revuelta pero, afortunadamente, había llegado el jueves y eran ferias. Había pasado una buena tarde de acá para allá con los amigos hasta que el cuerpo dijo basta y decidí volver a casa. En el bar del barrio un señor bien vestido y de apariencia educada apuraba el último vino. Como tantas veces en las que se cruzan las conversaciones de mesas a sillas y viceversa, surgió la noticia que tanto y tanto se llevaba comentando durante esos días: la fatídica moción de censura que ganaría Pedro Sánchez para alzarse con la presidencia del Gobierno gracias a un mecanismo tan democrático como ir a votar cada cuatro años. Porque así lo recoge la Constitución, tuve que explicarle, a pesar de que el alcohol y yo qué sé más le diera veda para insultarme por mis reflexiones.

La cuestión no llegó a mayores. El tipo se disculpó dándose cuenta de su error y buenas noches. Una mala noche la tiene cualquiera. Pero esta experiencia me hizo ver que, una vez más, estamos abocados a vivir en una sociedad de trincheras. O estás conmigo o contra mí. O piensas como quien tienes enfrente o la confrontación está servida. No es lo normal, la verdad. Afortunadamente, la democracia que nos hemos ganado debe permitirnos pensar distinto que el otro, faltaría más, pero más aún aprender el respeto que merecen las opiniones ajenas, máxime si no tienen nada que ver los nuestras.

Agradezco que aquel señor supiera rectificar a tiempo. Insistir en lo contrario hubiera sido abundar en su equivocación. Y es que la única manera de que hacer un país mejor pasa por construir edificios nuevos y no crear más trincheras, una vez más, con nuestras actitudes cotidianas. Quizá esa sea la manera de comprender por qué en ocasiones, hasta pensando distinto, nos podemos beber unas copas de más sin discutir de fútbol o política en este país tan apasionado.