Canadá es por méritos propios uno de los países más celebrados del planeta. La belleza de sus paisajes, su alto nivel democrático y económico, la salubridad de su atmósfera, sus pistas de patinaje, su producción de chocolate y el buen humor y la exquisita educación de sus ciudadanos le confieren un aura de paraíso terrenal. Una nación que es, además, una de las más solidarias con los discapacitados.

Un momento: ¿He dicho 'discapacitados'? No vayamos tan rápido. Resulta que Canadá le ha negado la residencia permanente a una familia de Costa Rica que llevaba tres años viviendo allí. No tenían cuentas pendientes con la Justicia ni con el fisco, no eran vecinos agresivos, ni delincuentes ni terroristas. El único motivo para ponerlos de patitas en la calle se llama Nico , un chaval de trece años a quien se castiga por tener el síndrome de Down.

Las autoridades migratorias basan su medida restrictiva en el costo adicional que supondría para el Estado la trisomía del chico. Respiro aliviado ahora que Canadá se va a ahorrar esos costos adicionales. No han explicado cuáles son exactamente, pero intuyo que si hubieran acogido de manera permanente a un joven con el síndrome de Down, el Estado se habría arruinado y sufrido una crisis de la que tardaría lustros en recuperarse. Imagino el desplome de la bolsa, el cierre de numerosos negocios, una subida sinigual del índice del paro y una mendicidad que haría insoportable pasear por las calles de Toronto.

Ironías aparte, confieso que estoy disfrutando al pensar en el chorro de dólares canadienses que deberían gastarse en campañas publicitarias para sortear la imagen de un país que estos días, contraviniendo su currículum humanista, muestra su cara más insolidaria y hostil al cerrar las puertas a una familia porque uno de los miembros vino al mundo con un cromosoma extra. Ya lo dijo el sabio: lo barato sale caro.