WEwn una Europa que no está dispuesta a abrir sus puertas a la inmigración de todo el mundo, a España le corresponde el ingrato papel de gendarme. Eso supone gestionar dramas como el de las pateras o el de los subsaharianos que, día tras día, tratan de superar la valla de Melilla. En ambos problemas, se debe exigir la colaboración de Marruecos, y un buen momento para chequearla es la cumbre hispano-marroquí que comienza hoy. Pero España tiene también que asumir la responsabilidad de enfrentarse al problema garantizando el respeto a los derechos humanos, sin esperar a que el régimen de Rabat haga el trabajo sucio como considere oportuno y lejos de cualquier mirada.

El Gobierno aumentará la altura de la alambrada, enviará unas decenas más de guardias civiles e instalará más sensores y cámaras. Pero estas personas, que han cruzado el Sáhara, seguirán jugándose la vida, en Melilla, en Ceuta, en las aguas de Canarias o en las del Estrecho. Se puede hacer más. Aceptar a quienes sean considerados refugiados, no sólo inmigrantes económicos. Y ofrecer un cauce legal de inmigración --promesa aún incumplida-- que el mercado laboral y la estructura demográfica españoles necesitan.