El alcalde de Trujillo, José Antonio Redondo, dejó el cargo ayer. La dimisión, presionado por su partido, la presentó ante los órganos del mismo, y este la aceptó. De hecho fue su portavoz, Francisco Fuentes, quien dio a conocer la noticia, ignorada incluso por los concejales de su grupo en la localidad. Redondo había sido condenado el viernes por el Juzgado de lo Penal de Cáceres por conducir rebasando la tasa de alcohol y por desobediencia a la autoridad. Lo que ha hecho el edil trujillano es obligado en una sociedad democrática, basada en la confianza de los ciudadanos hacia sus dirigentes. Desde el momento en que un juez consideró probado que condujo en condiciones penadas y se comportó ante los agentes de la Guardia Civil también de forma ilegal estaba inhabilitado como alcalde.

El hecho de que la dimisión no sea frecuente entre la clase política no hace del alcalde trujillano poco menos que un héroe. En este sentido, y a la vez que el PSOE ha estado a la altura de las circunstancias, las manifestaciones de dirigentes del mismo, enfatizando que su dimisión es un ejemplo y que es el amor a Trujillo el que lo ha guiado, no son precisamente afortunadas. Humanamente son comprensibles, pero políticamente no lanzan el mensaje correcto. El hasta ahora regidor trujillano debió de abstenerse de conducir --además, el coche del ayuntamiento-- si había bebido: he ahí una forma cívica y silenciosa de no fallar a la población que lo eligió. Este episodio tiene, sin embargo, un lado positivo: la actuación de los agentes de la Guardia Civil. Más de uno habría mirado para otro lado, tratándose el denunciado de quien se trata. Que no lo hicieran es garantía de probidad y servicio público.