Hace unos días, el paradigmático 20-N, me marqué en mi cuenta de Twitter (@bujacocesto) un tuit de esos en los que uno intenta hacerse el graciosillo y que al final le pueden costar caro. Hacía una broma sobre el asesinato en 1973 del entonces presidente del Gobierno, Luis Carrero Blanco, en la línea de aquel grupo de rock que le ‘homenajeaba’ por ser ‘campeón de salto’.

Para reírme de lo inevitable, lo que nos llegará a todos, siempre me ha ido el humor negro. Pensé que tampoco merecía mucho cariño la memoria de un dirigente fascista, así es que le di a «Enviar» y que fuese lo que Dios quisiese.

Lo que Dios quiso no fue ni la gloria en forma de ‘retweets’ ni una oleada de gente indignada en mi contra. Solamente un tipo, creo que de Granada, me afeaba el tema de hacer chanza con una persona que al fin y al cabo había fallecido de un modo cruel, víctima del terrorismo etarra. Mi respuesta fue que no todos los muertos eran iguales. ¿Es lo mismo la muerte de Hitler que la de Gandhi? ¿La de Pol Pot que la de Lorca? ¿La de José Bretón (muchos la desean pronto) que a la de Teresa de Calcuta? ¿Nos merecen todos el mismo respeto?

Esta semana nuestro termómetro moral post-mortem se ha puesto a prueba con el adiós de Rita Barberá, personaje controvertido donde los haya. Y pensé, leyendo Twitter, que es terrible alegrarse de la muerte de alguien, por mucho que no te caiga nada bien.

Termino con lo que empecé. Con mi frasecita sobre Carrero coseché algunos ‘me gusta’ (creo que ocho en total), pero poco más. Sigo siendo un tuitero bastante anónimo que casi siempre escribe sobre baloncesto. Sabe mal que uno intente provocar y casi nadie se dé por provocado, la verdad. Por eso lo borré al final, no por la precaución de si algún día soy ‘alguien’ y a algún ‘arqueólogo’ le da por sacármelo para intentar hundirme, Guillermo Zapata style.