Hay ocasiones, en que no sé si me repito, si lo que escribo, ya lo traté en otras columnas, o si por el contrario, son delirios de un duermevela que ni está en la raya del sueño, ni tampoco de la realidad.

Quiero recordar --son, ya muchos artículos en este periódico-- que alguna vez hablé de que los dioses se decantan codiciosamente, porque las ofrendas que se les han de tributar, han de ser de jóvenes repletos de vida y de carne ajena al tiempo y a la decrepitud, que ésta lleva consigo.

En todas las civilizaciones, las vírgenes y los efebos eran los encargados --con su propia sangre-- de aplacar la ira de las divinidades y, que de la tersa piel sacrificada, se hiciera un lifting estirado de crueldad, el dios o diosa de turno, para beber e inmortalizarse de eterna juventud.

Hoy no hay altares para degollar a los elegidos, pero sí coches y carreteras, autovías y motores, para que el precio pactado con las deidades, sea escrupulosamente pagado en la fecha que marca el contrato, que finiquita la mayoría de las veces, en el ansia de vida de un verano.

Diez, once, catorce tumbas tempranas, que se han abierto en el pasado fin de semana trágico en las carreteras de Extremadura. Algún lector, y con razón, me podrá decir, que lo de menos es la estación, porque las muertes no saben de frío o calor, de niebla o estrellas. Pero matarte con 18 ó 19 años con una temperatura donde el alma bulle con calidez, no es lo mismo, que la mortaja fría y húmeda de un invierno inmisericorde.

Todo: el olor, la brisa, la búsqueda ansiosa de un cuerpo apenas velado y tapado para el amor, hacen de estas tumbas tempranas un doble crimen. Nichos ansiosos por engullir cuerpos, que todavía no les pertenecen; flores encoronadas, que tendrían que alegrar el estío en un jarrón de terraza y no soltar el perfume marchito y difunto de unos años que no llegarán ni a cuajar.

Su cabrona y cruel paradoja --de la muerte, digo-- es que mima y acuna a los muertos y mata de dolor a los vivos.

No sé si limbo, cielo, paraíso, once mil vírgenes estarán esperando a los que se dejarán el aliento en el calenturiento alquitrán, que les detuvo el viaje. O quizá la nada que tampoco es mala cosa. Pero si sé del dolor de los vivos, que sentirán el vacío cuando un día traiga a otro, y la noche a otra mucha más negra. Los muertos cumplen con morir, pero es obligación de sus vivos velarles el recuerdo y la ausencia que deparan.

Hay veces, que no se sabe, realmente, quién murió. Flores y cruces en las medianas y en los monolitos, para que la memoria no olvide el olor de crisantemos, ni los nichos puedan escupir las vidas que fagocitaron.

La muerte y la tumba temprana de estos jóvenes muertos en la carretera será tan definitiva, que ni el frío ni el calor, ni las fiestas, ni un lunes mediocre alteraron un sueño que se adelantó tanto. La muerte de sus vivos será lenta, intentando colgarle el tiempo un olvido del que no se desprenderán jamás.

Se intentará la risa, que para eso hay bocas; se crearán ilusiones porque la vida se encargará de inventarlas. Nacerán hijos y nietos, como un espejismo del milagro de la recreación y sabia nueva. Se diluirá en el recuerdo el dolor y se difuminará la sonrisa del que se fue. El tiempo lo cura todo, menos el vacío del hijo, de la hermana, del novio que nos dejó.

Aunque pasen muchos años y la lápida se vaya erosionando de tiempo, la tumba temprana que se abrió antes de hora, será maldita para siempre por su ansia y osadía.

Esas tumbas tempranas, todas las tumbas tempranas, serán las testigos silenciosas de esta locura de mundo, donde no se respeta ni lo más sagrado que tiene una existencia: el vivirla. Descansen en paz.

*Escritor