Escritor

Andrés Trapiello ha convertido en materia de arte a una rodaja de merluza frita devorada sobre dos mendrugos de pan en la soledad de un tren de largo recorrido. Ha convertido en material literario un paseo por los pedregales de Trujillo agarrado a la mano de su esposa sin que ninguno de los dos pronuncie una sola palabra, o ha elevado a calidad de elegía las tiñas de un gato abandonado, que para más inri acaba infectando a toda la familia del escritor. Cuando se lo propone, Andrés Trapiello afila la lengua hasta el punto de transformarla en el estilete agridulce del que se sirve a su sabor la poesía. Pero también es mordaz y cáustico cuando se le antoja. Si alguien quiere irritar al autor del Salón de los pasos perdidos que se ponga a su vera y pronuncie un laudatorio sobre Pasionaria, por poner un ejemplo. O que le nombren la inocencia de ciertos premios literarios y ya verán cómo se le inflan las venas del cuello como si estuviera cantando por Camarón de la Isla.

Andrés Trapiello se ha convertido en el Gran Hermano de sí mismo. En sus diarios cuenta cosas divertidas que nos lo hacen muy simpático, pero otras son tan fuertes y comprometedoras que no se explica uno cómo no ha aparecido ya su cadáver en la cuneta de una carretera comarcal.

Quizás sea porque, como él mismo reconoce, los tentáculos de su obra no abarcan más que a un puñado de lectores, y éstos, por lo que se ve, no son gente de escopeta y perro, sino señores pacíficos, solitarios y más propensos al flato que al tiro al plato.

La cuestión es que la obra de Andrés Trapiello es tan particular entre los escritores contemporáneos que ha logrado hacer literatura nueva sin dejar de escribir al modo de Baroja y de Pérez Galdós.

Digo esto para que se sepa y porque Andrés Trapiello es uno de los autores vivos que más respeto me merecen y porque creo que ningún otro escritor nacido fuera de estas tierras ha hablado tanto y tan certeramente de nosotros los extremeños. Cosa ésta muy digna de tener en cuenta, sobre todo en estos momentos en que tan de moda está eso de ir por ahí dibujando patrias y paisanajes.

Así pues, y llegados al punto de tener que elegir patria, yo querría para mí una pequeñita y poco ruidosa y a ser posible donde habiten gentes como este Andrés Trapiello, y no solamente porque alguna circunstancia que desconozco nos lo acerque cada cierto tiempo, que eso es lo de menos, sino por su condición de poeta, por lo que consigue hacerme sentir en cada libro suyo, por esa forma triste y amable de desplegar su vida; una vida que, por increíble que parezca a tenor de lo voluminoso de sus tomos, está plagada de cosas insustanciales que sólo cobran belleza cuando él las cuenta.

Hasta cierto punto es curioso que en estos tiempos en los que el Rey se fotografía arrojando tortuguitas al mar junto a unos nietos que lucen bañadores que son la bandera de los Estados Unidos de América, en los que se televisa con impunidad la quema de banderas españolas en las mismas tierras donde nació Miguel de Unamuno, en los que hay que poner escoltas bajo los palos de las banderas rojigüaldas, es curioso digo, que ahora que todo es confusión, secesión y nacionalismo, yo sólo encuentro sosiego en el refugio voluntario de la prosa castellana, pulcra y sensible de Andrés Trapiello, un hombre que, sin ser de aquí de toda la vida, logra llenarme las horas de una ternura sin sensiblerías cuando escribe cosas como "mi corazón es una vieja casa. Tiene un jardín y en el jardín un pozo y túneles de yedra y hojarasca".

Andrés Trapiello nació en Manzaneda de Torío, León, que está, como quien dice, a un tiro de piedra de Almendralejo cuando se tiene el alma ancha y la voluntad libre.