No tenemos remedio, y con la edad, vamos a peor, sin duda. Somos un país turístico, que ha mejorado notablemente sus infraestructuras, que ofrece costas cada vez más limpias y que ha superado con creces la idea de que aquí se viene solo a tomar el sol, beber sangría hasta morir, y comer paella. Contamos con un patrimonio cultural inmenso, en general bien cuidado, y hasta hemos empezado a considerar importante aprender idiomas, para no hablar a voces y con gestos a los que vienen de fuera. Cada comunidad, provincia, ciudad, pueblo o minúscula aldea se ha subido al carro del turismo y se celebran festivales vikingos, templarios, romanos, griegos y cartagineses, y hasta mercados medievales en lugares que empezaron a existir el siglo pasado. Gracias al dinero europeo, han brotado como setas los centros de interpretación, cargados de buenas intenciones, pero de utilidad dudosa. A veces son incluso más grandes que el monumento que interpretan y otras, las menos, se han colocado delante, para tapar con su supuesta modernidad las vistas de lo antiguo. Hubo también un tiempo en que los alcaldes se pegaban por tener un Calatrava en su vida, y hasta un aeropuerto que condujera las hordas de turistas hasta la puerta de casa. El resultado de todo es una burbuja que acabará estallando si no se pone remedio, pero no como quieren los comandos antituristas que han aparecido en Cataluña o Baleares. En plan gamberro quinceañero o comando como el de La vida de Brian, asaltan autobuses, hacen pintadas o piden expropiar parques temáticos, no se sabe muy bien con qué sentido. Lo suyo, si fuéramos normales, sería servirse de la ley, que para eso existe. Limitar los apartamentos turísticos en cada zona, controlar el ruido, vigilar el dinero negro de quienes alquilan sin declarar. No levantar hoteles como quien hace castillos de arena en la playa, no construirlos sobre la misma playa donde las personas tienen la curiosa costumbre de irse a bañar. Controlar las ofertas de turismo de borrachera y despedida de soltero. Hacer cumplir los horarios de los lugares de ocio. O sea, lo normal, cuidar un negocio rentable que se nos ha ido de las manos. Pero no. Aquí lo normal es dejar que las personas se harten de convivir con pisos turísticos, y salgan a la calle a asaltar autobuses. Entre su lógica hartura, y la pasividad de las autoridades tiene que haber un término medio. Ay, si no fuéramos españoles, qué bien nos iría..

* Profesora