Es incomprensible que en una democracia después de llevarse a cabo un golpe de Estado se esperen varios días para emprender acciones judiciales. De igual modo no es lógico que en un país europeo se anuncie, se organice y se ejecute -con retransmisión incluida- un delito de esta gravedad y los poderes del Estado no lo eviten.

Tampoco entra dentro de los límites de lo creíble que, en la democrática Europa, cuna de los derechos humanos, un gobierno autonómico rebelde sea cesado por la autoridad legítima y miembros destituidos continúen desafiando a los poderes del Estado y el principal responsable del golpe se encuentre huido de la Justicia.

No entra asimismo en cálculos racionales que a las elecciones convocadas para restablecer el orden constitucional puedan concurrir implicados en un delito de lesa patria porque todavía no se les haya juzgado ni inhabilitado, aunque estén en prisión. La participación en los comicios de esas personas supondrá que, apelando al victimismo o a la falacia independentista, las elecciones se vean contaminadas por factores sentimentales y sociales que pueden condicionar la pulcritud de los resultados.

Suele definirse el Estado como un ente con poder soberano. La soberanía se traduce en la certeza o al menos la probabilidad de obtener de los ciudadanos la obediencia a los mandatos democráticos. De ahí que cuando esto no ocurre se dé la impresión de que ese Estado carece de la suficiente legitimidad para usar los instrumentos de coerción necesarios, lo que puede resultar extremadamente peligroso porque entrañaría un déficit de democracia.

Con Puigdemont haciendo turismo en Bélgica es difícil pensar de otro modo. No obstante, todo puede tener otra explicación. Podemos pensar que la parsimonia en la reacción del Gobierno obedece a la prudencia. Que no se ha querido actuar de una forma contundente y violenta. Que existen condicionantes sociales, políticos, económicos o emocionales que aconsejan en estos casos obrar con la cautela necesaria, aunque no todos los ciudadanos puedan estar de acuerdo con tanta pusilanimidad.

Sea una u otra la explicación, una cosa debe quedar clara: en el ejercicio de la política toda acción ilícita debe llevar aparejada una consecuencia. Al final, siempre, como dogma indemostrable de la democracia, debe imponerse lo correcto y lo razonable. Por eso, ahora la respuesta del Poder Judicial debe ser aplicar la estricta legalidad. Y la aplicación de la ley supone la exigencia de responsabilidades, aunque las consecuencias puedan parecer duras (dura lex, sed lex).

No es la hora de la venganza, sino de la justicia. Pero, en todo caso, además de la necesaria operación quirúrgica que supone la exigencia de responsabilidades penales, se impone restablecer la convivencia quebrada por las actitudes fanáticas de los separatistas. Es imprescindible convencer -mejor que vencer- a las hordas ciegas del independentismo que debe cesar la xenofobia identitaria; que la convivencia o, si se quiere, la coexistencia pacífica y la solidaridad son valores que deben primar en una sociedad democrática. Debe hacérseles comprender que en la Unión Europea el desafío a la legalidad solo conduce a la frustración, a la melancolía y, en ciertos casos, a la cárcel.

Las muestras de debilidad solo acrecientan el deterioro progresivo de la convivencia y pueden dejar a los ciudadanos en la incertidumbre acerca de la efectiva capacidad de protección de sus derechos y libertades por parte del ordenamiento constitucional.