El doble atentado de ayer contra hoteles de Estambul, además de segar dos vidas y dejar once heridos --cuatro españoles entre ellos--, genera alarma por un país que es el eslabón más débil de la OTAN en el combate contra el terrorismo islamista y que constituye un laboratorio político en el que un Gobierno elegido, de inspiración coránica, cohabita azarosamente con un Ejército de tradición golpista que se presenta como el guardián del laicismo.

Aunque más del 95% de la población profesa el islam, Turquía mantiene estrechas alianzas con Estados Unidos e Israel, lo que se traduce en una alambicada diplomacia, hiriente para los adeptos de las numerosas metástasis de Al Qaeda. Junto a esa orientación estratégica anómala e impopular, la implicación de Turquía en la crisis de Irak, en razón del petróleo y del eterno problema kurdo, y sus pretensiones europeas, con el respaldo de EEUU, obligan a la Unión Europea a extremar las precauciones, pero con voluntad de concordia, sobre un país clave para el proyecto de erradicar el terrorismo internacional. La gran paradoja es que sólo el Ejército parece capaz de preservar el laicismo en una sociedad desgarrada entre la modernidad y el islamismo.