WEw l papa Benedicto XVI, que ayer cumplió su tercera jornada en Turquía, ha hecho gestos de rectificación y de armonía ecuménica: ha rectificado su opinión, reticente como cardenal Ratzinger, para asumir la actitud del Vaticano de Juan Pablo II: la idea de que la adhesión de Turquía a la Unión Europea es un proyecto digno de apoyo. Desde el punto de vista diplomático, la rectificación papal, como la del primer ministro turco, Recep Tayyip Erdogan, que recibio al Partido Popular en el mismo aeropuerto de Ankara, constituyen un progreso indudable y un buen síntoma del apaciguamiento de las tensiones. Ayer mismo, su estancia en la Mezquita Azul de Estambul, debe ser entendida como la mano tendida al islamismo, radicalizado incluso en Turquía.

Si el viaje del Papa renovó positivamente el debate inacabable sobre el papel que corresponde a Turquía en una Europa unificada, la decisión de la Comisión Ejecutiva de la UE, recomendando la congelación parcial de las negociaciones con Ankara, fue un jarro de agua fría. Para su recomendación, la Comisión Europea recurrió al vidrioso asunto de Chipre, que los turcos, desde luego, deberían resolver, pero que encubre las profundas divergencias que aquejan a los 25 cuando se plantea la cuestión de convertir a Turquía en un socio de pleno derecho. El cumplimiento por Turquía de los requisitos de ingreso (criterios de Copenhague) debería bastar para asumir el riesgo, pero también la oportunidad histórica de tender un puente definitivo entre Oriente y Occidente.