Quería escribirles de la nacencia de la oruga que es un tema socorrido para cuando la política se te anuda al cuello, te aprieta y te deja sin aire. Los hunos y los hotros. Quería yo, pero no pudo ser. Ayer, en el desayuno, me asaltaron sendos artículos en los periódicos locales sobre Iván Redondo. Parejos los dos. Ya saben, vino y antes de irse derrochó ocurrencias. Entonces fue, entre el primer sorbo de café con leche y el segundo bocado de cachuela, cuando me saltó al ruedo el toro y, en habiendo toro, hay torero.

Dos veces he compartido mesa y mantel con Iván Redondo. La primera en Mérida y creo que pagó él (o ustedes, eso no lo puedo asegurar). La segunda fue en Badajoz, un par de años después, y pagué yo. Hecho este último que recuerdo sin sombra de duda. Eso y que fue su última cena en Extremadura antes de levantar el vuelo.

De Iván me hablan mal muchos. Los más sesudos de sus compañeros de gobierno y los más sañudos de los que tenía enfrente. Las maledicencias de los primeros siempre me resultaron más sustanciales que las de los segundos, precisamente por venir de quienes venían. También es cierto que Iván cerró algunos grifos y que la sed desata las malas lenguas. Las críticas de estos últimos tampoco me sorprenden.

En ambas dos comidas nos acompañó José Manuel Gordillo, faro de la derecha local, y, al menos para mí, y sin que me turbe la amistad, uno de los más despiertos analistas políticos extremeños. ¿He dicho uno de los más? Borren. Pongan el más. El más lúcido. A la derecha, por supuesto.

La primera fue en un reservado del antiguo Gonzalo Valverde. Iván es un hombre de reservado y reservado. Recuerdo la poca luz y el mucho verbo. Físicamente se me asemejaba a un viejo condiscípulo mío, ya fallecido; bajo, reunido de carnes, algo rosáceo de tez y calvirolo. Iván me pareció enamorado de su profesión. Si fuera viperino diría que me resultó también enamorado de sí mismo; pero eso no es cierto o no me lo pareció. La perorata fue larga. Siendo vasco, como yo, traté de aligerar la densidad de la prédica con algunas chanzas de índole culinaria. Pinché. En general desconfío del vasco que no santifica los pucheros. Quizás Iván no sea vasco. Le llamé jesuita por guiputxi, por los muebles que le adornaban la azotea y por tan ascético desprecio de los chuletones de a kilo. No se inmutó, siguió con su rollo: los caucus de Iowa y su extrapolación a la circunscripción electoral de Almendralejo. Él no se inmutó, yo no me impresioné.

Algún tiempo después escribí una columna no laudatoria en grado sumo hacia su gestión. Según mi amigo Gordillo, Iván se lo tomó a mal y en algún acto en el que coincidimos hizo por no saludarme. Gordillo, que es mi nube, analógica pero nube, así me lo recuerda. Ni me importó, ni lo recuerdo.

Cuando le perdió las llaves y las elecciones a Monago me dio pena. De Iván. Así que, antes de perderle la pista, quise corresponder a su invitación primera. Los vizcaínos no somos menos que los guipuzcoanos. Cenamos en Lugaris. Los tres. En otro apartado. Esa noche, día laborable, el comedor estaba absolutamente vacío. No paró de hablar. Se justificaba. Pero ni una palabra de rencor para nadie. Ladino pero no colérico, volvió a su matraca de siempre. Así le recuerdo: leído y abstraído en la profesión que profesa (y que le sorbe el seso). Y decidido a triunfar. Iván llevaba esa noche su destino herrado en la frente. El hierro del taimado vendedor de melones entre toneladas de políticos obtusos.

A eso de las doce vino a buscarle el negro haiga oficial. Como a Cenicienta. Blancos pañuelos al viento. Quedé a solas en el muelle de la despedida con mi hermano Gordillo. Y me dio pena. No lo puedo evitar, a mí me da mucha pena que los chóferes no cenen con los gerifaltes.