Escritor Conocí a Dulce Chacón una tarde de mayo. Vino expresamente desde Madrid para presentar en Extremadura mi novela El Mozárabe . Después nos fuimos a cenar. Fue una noche inolvidable, de plateada luna llena reinando en el cielo y una profundísima conversación hasta altas horas de la madrugada. Por muchos años que pasen nunca olvidaré lo que hablamos durante aquella velada. Pertenecíamos Dulce y yo a mundos diferentes y a comprensiones de la realidad divergentes. Ella se manifestaba no creyente, sin reserva alguna, y yo soy sacerdote. Primero pasaron por delante de nosotros los temas puramente humanos: la guerra civil (fondo de su novela Cielos de Barro ), la injusticia del mundo, las maldades de los hombres, sus bondades... Ibamos convergiendo como dos vasos comunicantes. No había discusión; sí contraste de pareceres. Luego llegaron los temas divinos, solos, sin ser llamados adrede. Me sorprendió lo bien que Dulce conocía las escrituras. Se hacía ella las grandes preguntas del ser humano. Respondía yo según mis creencias. No era beligerante ella, en absoluto. Me iba pareciendo a cada momento más culta, más profunda. Disfrutábamos viendo que nuestros pareceres no entraban en pugna.

Apareció el necesario tema de la muerte. Después de un largo rato exponiendo ambos los interrogantes que nos suscitaba y el dolor inherente de su presencia en la existencia del ser humano, ella me miró repentinamente a los ojos muy fijamente y me preguntó: "¿Jesús, crees tú de verdad en la Resurrección?". "¡Claro", le contesté, es para mí lo fundamental; si no creyera en eso no creería en nada más. Es lo que me sostiene; la esencia de mi fe". Permanecimos en silencio un momento. Luego ella me preguntó: "¿Entonces, si Jesús resucitó de verdad, dónde está el cuerpo, digo yo?". Prorrumpimos los tres en una sonora carcajada. Hizo ella la pregunta de una manera genial, sin mofa alguna, pero con mucha gracia. Muerto de risa, le contesté: "That is the cuestion", y de nuevo reímos los tres. Desde ese día, siempre que nos encontrábamos, nos preguntábamos: "¿Dónde está el cuerpo?". Era como un saludo de complicidad.

A primeros de noviembre me llamó su hermano Antonio Chacón y me contó lo que le pasaba a Dulce: la enfermedad detectada y lo irremediable del desenlace. Después me llamó María, su madre, y me pidió que fuera a Madrid, pues Dulce quería verme. Visité a mi querida amiga en el Puerta de Hierro. La encontré muy guapa, muy serena, sonriente y valientemente decidida a asumir su destino. Nada más verme entrar, me preguntó: "¿Y el cuerpo?". Vencí mi pena y reímos los dos. Luego hablamos de Dios. Me dijo que, si existía como creía yo, a ella no la trataría mal. Luego me pidió que hiciera lo que me indicara su madre que es muy creyente; que le dijera misa cuando se marchase y que no la olvidara...

Salí de allí con una tristeza infinita. María y yo estuvimos rezando en la capilla del hospital. Por el camino, de vuelta a Extremadura, recordaba los gratísimos momentos pasados con Dulce. Venía ella a Alange y yo le cocinaba palomas torcaces que le encantaban; después hablábamos horas y horas. Este verano planeamos pasar unos días con su hermana gemela en Málaga. El proyecto se malogró a última hora. Dulce era todo dulzura. No pudieron elegir para ella mejor nombre. Su ser comprometido y valiente le hizo vencer sus orígenes acomodados y darle a su existencia un sentido comprometido y social. Se desvivía por la justicia. No dudó en irse a Irak nada más saber que podía haber guerra. Era una cristiana sin Dios; pero Dios estaba en ella. Queridísima amiga, adorada, admirada... Nunca te olvidaré. Tu sonrisa y el amor compartido a Extremadura nos tendrán siempre unidos. Sé dónde está tu cuerpo. Por fin hallaste su lugar. Un día nos reuniremos allí y nos reiremos de esta vida injusta en la que tanta maravillosa gente conocimos y tan bellos instantes disfrutamos...