Me pregunto qué pensaría un escritor o un profesor de literatura si oyera decir al presidente del Instituto del Cómic del Consejo Superior de Investigaciones Literarias (el CSIL) -caso de que tal cosa existiera- que «el cómic es la literatura de hoy, que satisface todos lo que se exige a la literatura, que la literatura clásica está obsoleta, y que la palabra sin el respaldo de la imagen carece de valor literario». Pues bien, hace ya tiempo escuchaba al presidente del Instituto de Física Teórica del CSIC decir que la física es la filosofía de hoy, que satisface todo lo que se exige a un conocimiento racional sobre la realidad, que la filosofía clásica está obsoleta, y que las especulaciones sin el respaldo de los experimentos no tienen valor cognoscitivo.

Nada bajo el sol. La vieja osadía de la nueva ignorancia. Porque la verdad es que la física no solo no es confundible con la filosofía, sino que depende fundamentalmente de ella, aun cuando sea de la más tosca. De hecho, arranca de los mismos errores ontológicos (inferir lo plural de lo singular, lo idéntico de lo cambiante, o la ley misma de lo determinado por ella...) y apunta al mismo e ingenuo criterio de verdad (una mezcla, típica del cómic, entre las imágenes -los datos- y el lenguaje de la razón) que las especulaciones de los primeros filósofos presocráticos. Aunque todo esto es algo que, lo reconozco, no es de su incumbencia: en el fondo, las ciencias ni pueden ni tienen por qué tratar de sus propias condiciones de posibilidad: no hay ciencia alguna que se fundamente (científicamente) a sí misma.

La ciencia -a diferencia de la filosofía que despunta tras los presocráticos- no solo no trata de sí misma, tampoco se ocupa de problematizar los conceptos más primarios de realidad y verdad (aquello que experimentamos) ni, mucho menos, de justificar la legitimidad de los valores con los que guiamos nuestra vida.

Pero si no es la ciencia, ¿quién o qué se ocupa de esclarecer lo que es realmente real, verdadero, justo o bueno? Básicamente, la fe (la religión) y la razón (la filosofía). La una (la religión) ha sido la favorita en casi todas las épocas y culturas. La otra (la filosofía) tan solo ha florecido de forma visible en Occidente. Pero he aquí (y ahora) que, desde bien entrada la modernidad, ese mismo Occidente (por motivos que serían muy largos de exponer) pensó que no había más razón que aquella que no lo era del todo, en cuanto se mezclaba con imágenes o «datos», y que toda investigación racional que excediera la experiencia sensible (que tratara, por ejemplo, del ser, la verdad, el bien...) era ilegítima o absurda, dogma este que, a la vez que arruinaba a la filosofía (entronizando a la ciencia experimental), aupaba a la religión (y sus sucedáneos modernos) como única respuesta posible a las cuestiones fundamentales.

Todo esto podría explicar muchas cosas. Por ejemplo, que en buena parte de los países de nuestro entorno (justo los más modernos) los chicos no estudien filosofía en la escuela, sino solo ciencias y artes (y religión). O que, en contra de lo que se cree, la religión constituya un fenómeno social y cultural creciente, tanto fuera como dentro de Europa. O que en países como EEUU se intente prohibir la enseñanza de la teoría evolutiva, dado que sus implicaciones metafísicas o morales se entienden competencia de la sagrada religión (y no de la discutible filosofía). O que resulte que, en esta moderna Europa, un chico pueda ser ingeniero o filólogo y, a la vez, y sin contradicción ninguna (por que no la hay), un perfecto fanático capaz de inmolarse para librar el mundo de infieles...

En su famosa y polémica novela Sumisión, Michel Houellebecq imagina una Europa en la que los partidos islamistas han tomado el poder seduciendo a los ciudadanos con una perfecta simbiosis entre una ciencia pujante (aplicable, como ahora, a suministrar nuevas tecnologías para el mercado) y una religión que asegura la cohesión social y da respuesta a las grandes preguntas filosóficas. Ora et labora. ¿Es eso lo que nos espera? Sin filosofía, sí. De hecho, ese ha sido el estado de cosas más común y persistente en todas las sociedades humanas.