Se ha hablado y se ha escrito ya tanto sobre el simulacro de referéndum que pretende celebrar el señor Puigdemont en las próximas 48 horas. A una le da hasta pudor tratar el tema, porque la gente está aburrida, hastiada, y por qué no decirlo, hasta las narices del referéndum en Cataluña.

Todos sabemos que ese referéndum no se va a celebrar, porque en este asunto la única unilateralidad que cabe es la de 47 millones de españoles. Yo también soy Cataluña, yo también quiero poder trabajar libremente en Cataluña, quiero poder estudiar en Cataluña, quiero poder comprar o vivir en Cataluña. Cataluña es tan parte de mí como lo es Extremadura, Andalucía o Madrid. Y así lo recoge la Constitución española, que tan errónea e interesadamente se interpreta por algunos.

Por este motivo, el Gobierno de Mariano Rajoy no va a permitir que se realice un referéndum que es ilegal en toda regla y que además condenaría a los catalanes a un suicidio social y económico.

¿Si los promotores del referéndum saben que es ilegal por qué se empeñan en organizarlo? Pues muy sencillo, mientras hablamos del referéndum no se habla de la situación económica en Cataluña, ni de cómo está la sanidad, ni de la deuda, ni de la corrupción. En definitiva, no se habla de la pésima gestión que desde hace varios años llevan a cabo los gobiernos catalanes.

La verdadera democracia y la garantía más absoluta de que vivimos en libertad y bajo el respeto de nuestros derechos tiene su base en el imperio de la ley. Todo lo que se haga fuera de la ley y la Constitución, pero con la excusa de que es lo mejor para el pueblo catalán, recuerda mucho a regímenes nada democráticos que se aplican en algunos países.

Esta pantomima que pretenden realizar el día 1 de octubre, debe unir al resto de los partidos políticos (excluyo a Podemos, que con la actitud tan ambigua que trata el tema deja bastante claro su posicionamiento), y todos juntos, con la fuerza de la democracia, la Constitución y todos los instrumentos del Estado de Derecho, actuar en defensa de la legalidad porque las diferencias se convierten en pequeños matices ante lo importante.