XUxniversidad. ¡Ay, universidad! Entidad controvertida, poliédrica, multiforme y policroma. Desde la exterioridad, asemeja un enorme enjambre, ácrata y apenas gobernable, que sorprende y asusta al profano y que, no obstante, día a día, año a año, va tejiendo y asentando una huella cultural y de progreso fácilmente reconocible. A pesar de esa apariencia frecuente de las universidades acumulando dentro de sus paredes numerosas contradicciones --y alguien ha dicho que la administración universitaria equivale al manejo cotidiano del caos--, sin embargo, es un hecho contrastado que parecen tener una capacidad notoria para superar los cambios, sean estos sociales o naturales.

Desde la óptica singular de cada observador --padres, instituciones diversas y sociedad en general-- la polifacética apariencia de la universidad produce sentimientos variados y, a veces, contrapuestos. En algunos casos, el retorno que ofrece es netamente positivo, en otros, puede despertar justos reproches. Casi siempre, la complejidad organizativa de la institución intimida y causa asombro. Con frecuencia, las rebabas del dinámico ajetreo interno, se proyectan al exterior y el espectador puede ver variadas y múltiples manifestaciones: voces alarmistas o reivindicativas de autoridades académicas, explosiones culturales, movilizaciones solidarias y generosas, espasmos de crítica o autocrítica y, también, sesudos informes de calado técnico o de progreso. Esta dinámica, que aparenta siempre una búsqueda de equilibrios inalcanzables, no es caótica. Todo lo contrario. Evoluciona conforme a un variado racimo de funciones y fines, afianzándose en una complicada normativa interna y en un complejo proceder deontológico que, aunque con chirridos, funciona segura y eficazmente, produciendo en todo caso efluvios motores siempre útiles y beneficiosos ¿Quién podría negar que el empujón universitario imprime carácter al desarrollo y devenir de toda una sociedad? ¿Quién negaría que la bandera vanguardista o decrépita, comprometida o misógina, activa o pasiva de una universidad puede influir y marcar sustancialmente el estilo actitudinal de cualquier sociedad? Sin embargo, ¿dónde está hoy la universidad? ¿Qué ha sido de la universidad arrostrada y valiente? ¿Dónde está el espíritu universal y comprometido de una institución cuyo pilar máximo reposa en el estudio, la investigación y la enseñanza? ¿Dónde fue su vitalismo, la fragancia imaginativa y la independencia intelectual? ¿Dónde el sentimiento vocacional de sus gentes? ¿Qué fue del sólido análisis, la crítica fundamentada y enérgica, el fragor bizarro ante la injusticia y el atropello físico o intelectual, la movilización ante la condescendencia servil o la atrocidad fanática? ¿Qué valores identifican hoy a la universidad y a la juventud que atesora y forma? ¿Cómo es posible que, a la vista de los dramáticos y disparatados tiempos que vivimos, la universidad sólo irradie un susurro de fondo débil, insustancial, anecdótico y panoli? ¿Sería descabellado esperar que la universidad como un todo los universitarios en masa exhibiera una actitud vital y comprometida, preñada de espíritu crítico y valoraciones autorizadas sobre la realidad contemporánea, sea social, económica o política? Creo que no. Sin embargo, es muy otro el talante que rezuma, con un aspecto mortecino, casi apagado, entre domeñado y cobarde. Domeñado porque, gracias a unos (los más) y muy a pesar de otros (los menos), la universidad (en tanto que colectivo, aunque también las personas individuales y su propio gobierno) parece conquistada por el virus letal de lo políticamente correcto. Es éste un virus que destruye, en manera irreversible, las defensas que pacientemente el ser humano fue levantando contra el todo vale (caos) y el no importan los medios cuando el fin es bueno. Se trata de una enfermedad que desnaturaliza sin remedio cualquier pensamiento u obra política, sea cual sea su alcance o contexto. En palabras de Vladimir Volkoff , el todo vale conduce con frecuencia a un éxtasis entrópico (desordenado) del pensamiento político, que mira a la sociedad y a la historia bajo una óptica maniquea, donde lo políticamente correcto representa el bien y lo políticamente incorrecto representa el mal. En semejante escenario, el bien máximo consiste en alcanzar la uniformidad social, despreciando toda diversidad de opciones en las personas, ya sean aquellas de carácter étnico, histórico, social, moral, sexual e, incluso, ligadas a las circunstancias contextuales, en el vital desarrollo individual. Lo políticamente correcto (que surge como resultado de una decadencia del espíritu crítico de la identidad colectiva, cualquiera que sea su carácter) facilita las campañas de desinformación y la primacía provocada de una globalización alienante e irreflexiva: cuando todo el mundo cree que las verdades y los valores pueden ser objetos de trueque y que no existen ni verdades ni mentiras, el colectivo humano se encuentra preparado para recibir la misma propaganda y participar de la misma corriente de opinión pública, fabricada para consumo universal. Y esa corriente de opinión pública será capaz de aceptar, como ya vemos que acepta, cualquier acción, por brutal que ésta sea, repercutiendo indefectiblemente en beneficio de los manipuladores. Y, desgraciadamente, tal intoxicación hipnótica ya ha contaminado a la universidad. Como institución y como colectivo.

En ese estado infesto, es cobarde la universidad porque se muestra incapaz (o no siente la imperiosa necesidad) de levantar la voz para denunciar las variadas e indignas atrocidades que hoy presenciamos con frustrante impotencia. Inmersa en lo políticamente correcto, la universidad actual enmudece y vegeta al tibio cobijo de la subvención y deslumbrada aún por el espejismo liberal de la mediocracia. No bulle su clamor autorizado e independiente, el pronunciamiento auténtico y desinteresado. Calla, se inhibe y poco más. Pronunciamientos fríos, arquetípicos, rebozados de racionalidad hueca y ñoñería folclórica. ¿Cómo es posible el silencio o la tibia reacción ante el pronunciamiento de un iluminado, que afirma que su decisión de ir a la guerra tuvo origen en una orden divina? ¿Cómo el testimonio mudo cuando tienen el descaro de decir hoy que los datos manejados para evaluar el potencial peligro eran erróneos? ¿Cómo puede aceptarse que den mayor cobertura y difusión a King Kong o a la aventura NASA que a la tortura y vejación de presos de guerra o a la destrucción de la cultura y la naturaleza en aplicación de ofensivas claramente imperialistas? ¿Cómo puede justificarse que el colectivo académico, sea universitario o no, aficionado o profesional, progresista o conservador, permanezca aún en silencio sin emitir su potente grito defendiendo la verdad ética, la verdad científica y los principios universales de la justicia y la cultura? ¿Qué espera el mundo universitario para que su clamor retumbe con energía y autenticidad ante el desastre humano y cultural que se está ocasionando, en defensa de no se sabe qué principios democráticos y económicos? ¿Cuál es el auténtico fin de la equívocamente llamada sociedad de la información y del conocimiento? ¿Es la búsqueda intencionada y dirigida, por no se sabe quién, de una malsana homogeneidad en nuestra conducta social? ¿Quién organiza y controla realmente la sociedad de la información que han tejido?

En verdad, no debemos resignarnos a asumir sin reservas esa globalización perversa, claramente alienante y acrítica. Ya es hora de que el mundo universitario despierte y se pronuncie unido sobre la situación preocupante en la que nuestra sociedad se encuentra, pues por lo que se ve no serán (como casi nunca lo han sido) los políticos profesionalizados de hoy los que sepan sacarnos de la sima. ¡A qué esperamos para desenmascarar el virus letal que nos invade y corroe, esa excusa fatal de lo políticamente correcto! No todo vale.

*Catedrático de la Uex