Siempre me han emocionado los universos de los otros. Ahora que trabajo con artistas intento aprender a descifrarlos, como si cada uno tuviera una llave distinta para abrir ese mundo propio, original y hasta a veces indescifrable que descubren a los demás encima de un escenario. Pero los universos no son patrimonio único.

Todos compartimos el nuestro con nosotros mismos en noches de insomnio, paseos en soledad o, sencillamente, delante de la taza de café de otra mañana más. O menos. Por eso me gusta observar en los viajes la mirada perdida de quienes tengo alrededor, como si en sus cabezas hubiera algo más que pensamientos, quizá esa llamada interna a otras vidas que también vivimos absortos delante de un ordenador o leyendo un libro.

Nuestro ejercicio vital es imparable: ¿Cuántas veces ordenará nuestro cerebro lo que sentimos, vivimos o queremos? ¿Dónde está el disco duro de nuestras vivencias hasta convertirlas en ese universo magnífico de sensaciones?

Ocurrió en la estación de trenes. La niña, con la piel curtida del campo de refugiados, se atrevió a acariciar el pelo rubio de esa otra más pequeña que crecía entre el bienestar europeo. El universo nuevo de una piel distinta y unos zapatos de brillantina que no había visto nunca. Tan fácil y tan sencillo, que pocos se hubieran atrevido a sorprenderse con la escena a primera hora de la mañana. A la niña refugiada le esperaban los mayores, quién sabe si camino de otro lugar, con ese gesto de saber bien que el sufrimiento es tarea diaria.

Otra etapa más, otro universo, dirán, como el que sentí al mirar la sonrisa de ella al despedirse. No, quizá la vida no sea de un color, habrá mil. Lo que pasa es que a veces los mundos de cada uno pueden convertirse en el universo que soñamos.