No creo equivocarme en demasía si afirmo que la sociedad española, tras los difíciles momentos de nuestra transición durante la veintena de años posteriores, ha estado caracterizada, en líneas generales, por los rasgos de la euforia y la moderación. Se podía estar satisfecho por el buen tránsito del autoritarismo a la democracia parlamentaria. En las primeras elecciones generales de 1977, las posiciones extremadas habían sido marginadas del juego político y nuestro sistema de partidos había obtenido la imagen de un razonable pluripartidismo limitado, por seguir la definición que fletara el maestro Sartori . Es cierto que no han faltado sobresaltos que en la mente del lector quedan. Pero parecía que se podía estar y caminar con tranquilidad. La idea de noluntad divulgada por Julián Marías había acabado triunfando: el no querer la vuelta atrás, ni el revanchismo, ni los riesgos del retorno a eventos dolorosos.

Por demás, la llamada sociedad civil también caminaba sentada en estos ejes por muy abundantes factores. Una nueva derecha que se empieza a generar en los últimos años del franquismo, que apostó pronto por la nueva monarquía, sabiendo que no habría franquismo sin Franco . Una no menos nueva clase media, antaño inexistente, llamada a jugar siempre el papel de colchón entre posibles tentaciones extremistas. Una nueva generación que no había conocido ni la República ni la guerra civil. Una Iglesia católica que, en su mayoría, estaba ya viviendo el legado de un Concilio y de un buen Papa, reacios a la imagen del Estado confesional. Y, en fin, todo un cuerpo social que, con entusiasmo, se sentía identificado con lo que significaba Europa y miraba al futuro.

XPERO, SINx que uno pueda precisar con exactitud las causas, la situación ha comenzado a cambiar, y con cierta fuerza en los últimos años. Se ha empezado a descalificar por parca aquella transición, hablando de la necesidad de una segunda transición , cuyo rumbo y destino nadie precisa y, sobre todo, con la absoluta carencia del consenso que la anterior tuvo. En la legítima contienda entre partidos han aparecido descalificaciones que hacen daño y dejan huellas difíciles de borrar. Se está volviendo a la hispánica tendencia de resucitar el pasado para utilizarlo como arma arrojadiza. Cada día aflora un mayor grado de violencia social, cuyo origen uno no acierta a entender. Y el clima de perdón parece olvidado por todos. En suma, la sociedad alumbra ahora un notable grado de disgusto, preocupación y hasta temor.

Ante esto, urge la llamada a la moderación. Apelar a la moderación debe ser responsabilidad prioritaria de la clase política que, sin duda, es la que ha venido originando precisamente todo lo contrario. Medir las palabras y, por supuesto, medir las comparaciones. Doblegar sus propios intereses ante una serie de temas que trascienden a los contenidos electorales por tratarse de asuntos de Estado que han de resolverse para largo tiempo. Moderación en los medios de comunicación que forman o deforman, sin mucha conciencia de su importantísimo papel en la actual educación política de los ciudadanos. Moderación en el largo rosario de personas que influyen en la opinión pública: de obispos a profesores, de líderes sindicales a empresarios. Hablaríamos de una gran empresa destinada a conseguir el sosiego, sin ocultar la necesidad de reformas, pero también desde el aprecio por lo obtenido.

Y tengo para mí que en esta gran empresa no puede ni debe estar ausente la figura, ni la palabra, del jefe del Estado. Es bien cierto que, por mandato constitucional, el Rey está llamado a moderar el regular funcionamiento de las instituciones. Pero no lo es menos que dichas instituciones no caen del cielo, no viven entre nubes y, sobre todo, no están vacías de personas. Y que, por ende, acaban siendo lo que sus habitantes piensen o sean.

En la persona del actual Monarca existe, por demás, un buen logrado caudal de respetabilidad por su papel desde la transición y en los años y sucesos posteriores. De aquí que no quepa la apariencia de silencio o ausencia. Posee medios en abundancia para incluso tomar la iniciativa en esta empresa. En privado o en público. En discretas entrevistas personales o en discursos más o menos improvisados. No toda la palabra del Rey tiene que estar gubernamentalmente tamizada . Es sabido lo de que el Rey reina, pero no gobierna , pero me parece que caben pocas dudas sobre la afirmación del ilustre profesor Carlos Ollero : "El Rey no gobierna, pero reina". Por supuesto, sin caer en el antiguo borboneo, pero sí utilizando su consejo y cada una de sus actuaciones. Posiblemente en esto radique el sentido de su propia existencia. Y en la demanda de la moderación, su papel debe tener mucha importancia. Nadie debe quedar exento de lo que estimo constituye la gran necesidad de nuestro momento.

*Catedrático de Derecho Políticode la Universidad de Zaragoza