Días atrás un joven de unos 35 años acudió a uno de esos centros de negocio que han abierto en nuestras ciudades -edificios o plantas de ellos, divididos en despachos con pequeños negocios profesionales-, para tal y como le había citado el Sexpe ponerse a disposición de un gabinete de orientación laboral a ver si conseguían darle un itinerario personal para salir del paro.

Acudió unos minutos antes de la cita, que era a las 11.30, con el nombre del gabinete orientador, y un teléfono de contacto, pero pasaron los minutos y aquel despacho seguía cerrado. Y el teléfono de contacto no parecía tal pues al llamar inmediatamente sonaba un pitido y colgaban. Pasaron las 11.35, las 11.40, las 11.45 y aquel joven desempleado miraba aterrorizado cómo en la parte del impreso final del Sexpe le advertían que le podrían quitar la prestación si no se presentaba.

Apurado, finalmente alguien le aconsejó que fuera rápido a la oficina del Sexpe para presentarse y avisar del entuerto.

Pero lo peor ocurrió después. A las 12 quien tenía cita era un joven ciego, acompañado de otra joven con un parche en un ojo. Les pasó lo mismo, pasaban los minutos, el despacho de orientación seguía cerrado y la advertencia al final del escrito de citación del Sexpe les hacía sudar por momentos.

Llamaron a la puerta de otro despacho, donde poco pudieron solucionarle. Aconsejados, llamaron a la Policía Local para que al menos mandaran un agente para acreditar que el joven se había presentado a su hora y salvar así su responsabilidad ante el Sexpe, y la Local le dijo que llamara a la Policía Nacional, ambas cosas sin resultado. A todo esto, este joven ciego se peleaba hablándole a su teléfono pidiendo números donde llamar, para darle luego la orden de que lo hiciera.

Los minutos seguían pasando y la joven pareja sudaba y se apuraba, indefensa. Finalmente se fueron para ir deprisa a la oficina del Sexpe a contar lo que les pasaba, que no era culpa suya, ellos se habían presentado a su hora. Al día después se supo que la persona que tenía que hacer la orientación laboral había estado enferma, y que había avisado a los parados que le llegaban por un canal, pero no por este otro distinto desde el que procedían el joven primero, y la pareja segunda.

Supongo que al final no les ocurrió nada malo, pero menudo rato pasaron. La desgracia, el miedo, el terror ante la burocracia y su castigo ejemplar -quitarte la prestación por desempleo, aunque luego no era para tanto según dijo la empresa orientadora-, se ceban siempre con los más débiles, y aunque todo haya quedado en un susto, es un sufrimiento injusto y añadido a la condición de buscar desesperadamente empleo e inserción en la sociedad.

Otro día fue lo de una paciente en uno de tantos centros de salud repartidos por la región. Una pequeña afección en el oído, por la que el médico de cabecera le mandó a la sala de curas para que se lo arreglaran. En la sala le dijeron que es que el médico «no habrá mirado el grupo de whatsapp» -sí, leen bien- donde se había indicado de manera tan ‘oficial’ a los facultativos del centro, y desde otro colectivo sanitario, que desde ese momento tales problemas ya no se arreglaban allí.

Como una pelota de ping pong la paciente subió y bajó escaleras entre la consulta, la sala de curas y la ventanilla de citas, donde uno de las empleados le mandó a su médico con la indicación de «dígale que cada uva cuida su viña». «¿Su nombre, por favor?» «Sí, fulanito, dígale que se lo ha dicho fulanito». Que cada uno buscara solución a sus problemas, vamos. Resulta que el SES había hecho unos cambios de personal sin consultar y, pues le tocó a la paciente, digamos, que llegó en el día menos indicado.

Burocracia, inconvenientes dentro de unos sistemas públicos -salud, protección social, educación- que funcionan bien en líneas generales pero que a veces sufren de grietas tan sangrantes como la de ese joven ciego que sudaba dando indicaciones de voz a su teléfono para que no le quitaran el paro.