Dramaturgo

No se crean que carece de mérito llegar a las uvas cada año. De la resaca del día 1 de enero a las campanadas del 31 de diciembre hay trescientas sesenta y cinco oportunidades para mandarlo todo al carallo . Hay días para cerrar la puerta del despacho y decir por qué no , salir disparado, sentarse bajo un árbol y pensar que si ellos (los pájaros) comen, por qué íbamos a ser menos. Hay días para empezar a contar al revés, desde lo que se supone que tenemos a lo que vamos dejando, ejerciendo un desprendimiento que nos libere de materia (igual aparece ese alma de la que tanto se habla). Hay días en un año para mirar a los ojos de aquellos que pasan, sin gafas de sol, sin soslayos, y mantener esa conversación en silencio para la que estamos dotados. Y días hay para trazar de nuevo los límites de nuestro mundo, señalando los puntos cardinales libres de fronteras, de banderas y de erre haches, y comenzar a caminar sin maletas ni despedidas hasta encontrarnos con el viento (pudiendo elegir su nombre y velocidad). Y hay días para dejarlo todo en paz y marcharnos. Y otras jornadas para intentar escribir el nombre de una sensación. Y muchos días para llorar a lo bestia y lograr que se ensanchen nuestras vías de escape emocionales y el corazón rompa la coraza que le ahoga.

No se crean que es fácil llegar a las uvas sin haberlo intentado, haciendo juego con la grapadora de la mesa de trabajo, con la tiza, con la pala o con el volante del taxi. No es fácil sobrevivir con el corazón arrugado, con el deseo retenido, con las emociones castradas. Por eso cuando lleguen las uvas habrá muchos que no estén y, lo peor, que se fueron sin darse cuenta de que se iban.