Más de cuarenta años después de la muerte del dictador Franco el asunto de qué hacer con su ciclópeo mausoleo sigue generando polémica. No es de extrañar. La sociedad española sigue estando muy polarizada, si no ya entre las «dos Españas» que decía Machado, sí entre dos modos de considerar la historia reciente del país: aquel que ha entendido la transición como olvido y «cuenta nueva», y aquel otro que reclama una reparación, cuando menos simbólica, de los años de tiranía.

Esta polarización no debería, sin embargo, preocuparnos. Antes que nada porque va a decaer al mismo tiempo que la generación que la protagoniza. Es cuestión de tiempo, pues, que pase al ámbito de lo irrelevante. Si es que no está ya en el de los asuntos básicamente morbosos que sirven para levantar audiencias en los medios en épocas de poco tráfago deportivo.

Ahora bien, que la polémica tienda a disolverse no quiere decir que triunfe el olvido. Todo lo contrario. La lógica histórica suele obligar a institucionalizar la legitimidad de un nuevo régimen sobre la ilegitimidad del anterior, y leer ese tránsito no como el simple paso de un estado a otro, sino como la justa victoria de uno sobre otro. Esto es inevitable. Y deseable. No todo da lo mismo. La democracia es superior a la dictadura. Y eso hay que dejarlo simbólicamente claro.

Es necesario pues -y ahora, por muchas razones, es un buen momento- intervenir en el Valle de los Caídos, eliminar del todo la nomenclatura y los símbolos franquistas que aún pululan por pueblos y ciudades, y honrar debidamente a las miles de personas cuyos cuerpos yacen, todavía, en cunetas y fosas comunes. Hay que recordar, una vez más, que España es el segundo país del mundo (tras Camboya) con más desaparecidos forzosos cuyos restos están aún por localizar.

¿Qué argumentos pueden esgrimirse en contra de estas medidas, especialmente la anunciada por el gobierno estos días, de exhumar el cadáver de Franco y dar otro uso al Valle de los Caídos? Yo he escuchado al menos tres: (1) es una medida efectista (el gobierno tendría que ocuparse de cosas más importantes); (2) intervenir en el Valle de los Caídos o en la nomenclatura de las calles (por ejemplo) es una desconsideración a su valor netamente histórico; y (3) supone abrir heridas y amenazar el espíritu de reconciliación que supuso la transición.

Con respecto a (3) ya hemos dicho suficiente. Los españoles están ya fundamentalmente reconciliados, y lo estarán aún más en el futuro, en la idea de que la democracia es un estado inconmensurablemente más legítimo que la dictadura, y que representar simbólicamente tal cosa es perfectamente natural. De otra parte, para curar la herida que pueda aún quedar nada mejor que abrirla -como se abren las fosas- y tratarla a fondo.

Con respecto al segundo argumento es necesario distinguir entre aquellos contextos (monumentos, nombres de calles) en que se exhibe todo lo que encarna los valores de la comunidad, y aquellos otros (museos, archivos) en que se exhibe aquello que tiene relevancia histórica. En el primero de ellos rigen criterios morales (han de exhibirse los valores comunes vigentes, por lo que está sujeto a cambio lo que allí se celebra o conmemora). En el segundo rigen criterios científicos.

Es claro que el Valle de los Caídos ya no conmemora los valores de la comunidad y solo mantiene, pues, valor histórico y científico, por lo que, o desaparece, o se transforma en un museo o similar, tal como se ha hecho en otros países, como Alemania, con lugares parecidos. El «mausoleo de Hitler» en Berlín, por cierto, no es más que la ruina de un bunker sobre el que se construyó un aparcamiento y, cerca de él, el impresionante Monumento al Holocausto. Todo un símbolo.

Con respecto a la primera de las críticas, diría que, en política, nunca conviene despreciar lo «gestual». Escenificar simbólicamente el triunfo de la legitimidad democrática sobre el siniestro interregno dictatorial del franquismo puede contribuir -por ejemplo- a superar otras escisiones entre españoles que son, hoy, más preocupantes. No solo de pan vive el hombre y, mucho menos, una comunidad política. También, y sobre todo, vive de símbolos.

*Profesor de Filosofía.