Desde la publicación, el pasado verano, del libro del entonces consejero del Bundesbank Thilo Sarrazin, en el que considera a la población musulmana responsable de la decadencia de Alemania, el debate sobre la inmigración en aquel país está siendo regularmente alimentado desde los partidos de derecha.

Cuando la cancillera germana Angela Merkel declara que el multiculturalismo, la convivencia de culturas distintas, ha fracasado en ese país, constata una realidad, pero no ayuda a buscar el encaje de los inmigrantes que siguen siendo necesarios para hacer funcionar el motor económico de Europa que sigue siendo la nación que ella dirige.

Alemania abrió sus puertas a la mano de obra extranjera durante el boom de los años 60. A los miles de inmigrantes, la mayoría turcos, pero también muchos españoles, portugueses o italianos, no se les pidió que se integraran. Al contrario. Incluso la denominación que se les dio, la de ´gastarbeiter´, que significa trabajador invitado o huésped, implica una situación temporal.

Desde aquellos años, la primera potencia económica europea ha necesitado más y más inmigrantes para que sus multinacionales pudieran seguir produciendo a gran escala. Pedir ahora, como hace Merkel, que para vivir en Alemania deben adoptar los valores alemanes que ella identifica con los cristianos, tampoco es una receta abocada al éxito.

Sus palabras suscitan una duda que no es menor, particularmente cuando Merkel acaba de dar su pleno apoyo al presidente federal Christian Wulff, de su mismo partido, quien asegura que el islam es parte de Alemania.

Cuando certifica el fin del multiculturalismo, ¿habla la cancillera desde el convencimiento o se trata de puro tacticismo político ante sectores de su partido o de la coalición que preside, divididos ambos por la cuestión de la inmigración?

Una cosa es plantear seriamente el debate sobre la inmigración y otra bien distinta hacerlo desde el simple cálculo aritmético-político. Esto es el populismo de la peor especie en el que, como fichas de dominó, van cayendo la derecha y buena parte del centro, y al que no es inmune alguna izquierda, ante el avance de la extrema derecha y los radicales ultras. Es la renuncia a aquellos valores que forjaron una Europa estable y en paz, socavados también por otro debate que converge con el de la inmigración: el de la identidad nacional.