Nunca creí que llegaría, pero llegó. Aunque golpea a los más débiles --entre los cuales me incluyo--, me alegro de que se haya producido esta crisis. Los grandes defensores del libre mercado han quedado en paños menores. Todos sabemos que los ricos siempre tienen sus arcas privadas llenas, aunque sus chanchullos se caigan de tanta basura acumulada. Por fin los detractores a ultranza del intervencionismo han regresado, y papá Estado los acogerá de nuevo en su seno para resucitar sus maltrechas economías con dinero público. Acogerá a aquellos que opinan que no se debe proteger a un parado, a un inmigrante sin papeles o a cualquier persona en apuros económicos (no vaya ser que se acostumbre y no dé golpe); a aquellos que nos han prestado humo para comprar casas de papel; a aquellos que han encarecido el precio de productos que en origen no valen ni la centésima parte, y a aquellos que se han apropiado de las fuentes de energía, de la tierra que pisamos y del aire que respiramos. No hay tantos bienes como dinero circulando; es decir, las cosas no valen lo que cuestan. Para arreglar esto no hace falta una revolución: basta con que la justicia sea igual para todos. Si un sinvergüenza mete la pata, que pague con lo que tiene debajo del colchón; basta de caretas y de empresas tapadera. ¿Dónde está lo que se ha ganado? Ahí sí que puede intervenir papá Estado, investigar en qué maldito lugar está lo que falta. Todo esto está destapando el mundo virtual en el que se ha convertido la economía. Un mundo en el que el mercado se tambalea si cualquier idiota, líder --o no-- de un gran país, hace una declaración o un aspaviento.

Alejandro J. Pérez Morán **

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