Mientras desayuno enfrente del telediario (una costumbre que debería ir dejando para no amargarme más el primer café sin azúcar de la mañana), aprendo más literatura que leyendo. O casi.

Retórica, desde luego, pero de la vacía, de la que solo sabe inflarse con hipérboles y apóstrofes entusiastas. Y lecciones de histrionismo, y claves para entender el teatro del mundo, y cantares de gesta de quienes se creen héroes y no llegan ni al más listo del pueblo.

Hoy, por ejemplo, han tocado los tópicos literarios. Una se quiebra la cabeza buscando ejemplos para los alumnos en los textos, y acaba pensando si no sería más sencillo sentarlos delante de la tele o la radio, y que abrieran los ojos y los oídos a las representaciones cotidianas.

A la hora de las teletiendas a la que me levanto, solo informa el canal de 24 horas, que llena su programación con noticias de exposiciones, conciertos, esa calderilla de la cultura a la que no se le puede dedicar nunca el mismo tiempo que al enésimo partido del siglo, por ejemplo.

Esta mañana hablaban sobre una exposición en el Museo Arqueológico de Madrid titulada El poder del pasado, ciento cincuenta años de arqueología en España. La muestra es un recorrido por la historia de los descubrimientos arqueológicos, desde aquellos pioneros que encontraban cuevas como setas, a las modernas técnicas actuales.

El tesoro de Ampurias, el báculo de Numancia, la corona de Sancho IV reunidas al lado de mosaicos, ídolos y arquetas nos hablan de otros tiempos y otras gentes.

Debajo, mientras la pantalla muestra algunas de las salas y piezas expuestas, el teletexto arde. Palabras como independencia, referéndum, autodeterminación, opresión y fascismo pelean por salir una tras otra.

Encima, la lauda de Sancho III de Navarra, un ajuar de cristal de roca o el efebo de Antequera nos cuentan en silencio dónde quedan todos nuestros afanes.

Nada o muy poco sabemos de la intrahistoria de esas épocas, y aunque conocemos los nombres de los gobernantes, ahora solo los contemplamos como lo que son, vestigios de una época ya pasada. Eso parece decirnos el retrato del divino Augusto, cuya belleza cubre las letras vertiginosas que cruzan por debajo como arroyuelos de aguas pútridas.

El tiempo huye, disfruta el día, coge las rosas, desprecia al mundo, mientras vivimos, vivamos. El hombre es un viajero, la vida, un sueño, y así pasa la gloria del mundo.

Vanidad de vanidades. Lo dicho, toda una lección, quizá no solo de literatura.