XLxas penurias comienzan con la lectura de inacabables folletos llenos de imprecisiones. Luego viene la dificultad de llegar a acuerdos con la familia respecto a la fecha, los días y el lugar. Siempre vas a donde menos te apetece, al más caro y más lejano.

La hora de salida es una incógnita y no porque no hayas avisado con tiempo. Pero ya se sabe lo que pasa. Que si no encuentro las chanclas, que si dónde están las cremas, que si los gorros no aparecen y además falta la sombrilla. Por fin sales. Bueno, no, porque nadie sabe si se han cerrado los grifos. Subes a todo correr. Estaban cerrados. ¿Has dado tres vueltas a la llave? Crees que sí, pero vete tú a saber. Vuelta a subir. Por fin en marcha. Por poco tiempo, pues al llegar a Valdesalor te enteras de que se ha olvidado el secador de viaje. Opinas que los hay en todos los hoteles. ¿Y si no lo hay en éste? Vuelta atrás. Durante cientos de kilómetros eres el único que mantiene abierto los ojos. De repente alguien anuncia: ¡El mar! Desaparece el cansancio y comienzan las ilusiones. Miras el mar porque sabes que no volverás a verlo, pues estarás en quinta fila de playa y la multitud te lo impedirá.

Llegas al hotel y te das cuenta de que no sabes nada de matemáticas, porque los veinte metros a los que, según el folleto estaba del mar, parecen dos kilómetros. Pasas por recepción y pides una habitación que no dé a la piscina para poder dormir la siesta. No te hacen ni caso. Te diriges al ascensor y comienzas con las colas. La mayor a la hora de volver de la playa, pues siempre volvéis a la peor hora. En el comedor siguen las colas, pues hay mesas libres de todas las capacidades excepto de la vuestra. Y en el buffet no digamos, sobre todo en las fuentes de gambas, porque en la de las judías verdes solamente hay dos vegetarianos y un par de gordas. Si los dioses te han sido propicios no te habrá pillado una motora, ni te habrán salpicado varios chiquillos, ni se habrá perdido una toalla y en el colmo de la suerte incluso habrás podido nadar cuatro metros sin estorbos. Con eres un ladino, seguro que has encontrado la manera de ir tú solito o con tus amigotes a tomarte una caña y unos pinchos en el chiringuito. Aunque a los diez minutos, por arte de magia, aparece el resto de la familia.

La tarde se dedica a visitar los pueblos aledaños, con su castillo derruido, su iglesia como la de tu pueblo, sus tiendas para turistas y su plaza típica, que como has visto tantas todas te parecen iguales de tópicas. Por la noche recorres cien veces el paseo marítimo, que a los dos días ya te conoces cada bache. Te acercas al hotel de lujo para curiosear. Nadie te eximirá de dar unos saltitos al son de la canción del verano, de montar un tándem y tomar una horchata o un helado. Te pegarás con varios desconocidos para hacerte con un banco del paseo y poder descansar de la paliza del día. Y a la cama. Con un calor pegajoso, mosquitos y música de verbena hasta la madrugada.

*Profesor