Admiro a quienes saben buscar detrás de las portadas, pasear por otras calles que no son las del turista y mirar un poco más de allá de sus narices, si me permiten esta expresión. Enfilamos ya el final del verano y éste será el último artículo de un serial que comenzó a primeros de julio, con el que espero hayan disfrutado de una visión particular, a veces rara, lo reconozco, de los veranos que caen encima como soles hasta que septiembre vuelve a ponernos en nuestro lugar con las rutinas cotidianas de los colegios, prisas y quehaceres varios. Por eso les confieso que cuando llegue el invierno volveré a Lisboa, a esa ciudad que he aprendido a amar con los viajes recientes, de la que me digo fan cuando me pierdo por sus calles, subo cuestas, bajo pendientes y hasta sueño con que el mar un día cualquiera inundará la plaza del Comercio de barcos y más visitantes. Porque la capital lusa es trending, como le gusta decir a mi buen amigo Jaime Parodi, que allí reside para gloria de los cacereños que emigraron a buscarse la vida al otro lado de la frontera. No, no haré un panegírico de las ciudades en las que fui dejando algo de mí cuando las andé y recorrí de arriba a abajo. Les hablaré de la vida que gané al comprender que de los viajes la única receta que sirve es aprender. Aprender de la humildad de quienes pescan en los puertos, de quienes venden en las calles, de los que saben que su futuro depende de quienes les visitemos para dejarnos el dinero que llevemos. Es curioso el mundo. Somos tantos, que hasta parecemos iguales cuando nos mezclamos en un lugar culaquiera para admirar lo que no conocíamos. Quizá la riqueza esté ahí, en saber recibir lo que otros nos enseñan de sus lugares. Desde el dueño brasileño de un restaurante que te habla de Ronaldo a la mujer que sonríe mientras te sirve un café haciendo el esfuerzo de hablar castellano. Así es Lisboa. Tan lejos, tan cerca… Y siempre tan bella.

*Periodista.